21 de febrero de 2016

Intento de subida al volcán Taranaki

Parque Nacional Egmont, isla norte de Nueva Zelanda. 21 de febrero  de 2016


Pues no, no llegué a la cumbre del volcán Taranaki. Eran mil cuatrocientos metros de desnivel a lo bestia; tras un camino que recorrimos cuando aún no había amanecido, la pendiente aumentó considerablemente hasta llegar a una ladera de pedrera suelta que ocupaba toda, toda la vertiente del volcán. Ahí me empezó a chillar la rodilla acompañada del canto a dúo de los pinzamientos de las lumbares. Así que cuando llegamos a las rocas que llevaban a la cumbre le dije a Alberto que de ahí no pasaba. Bien, ahora que he justificado mi derrota y mi orgullo está tranquilo, toca hablar de las maravillas disfrutadas en el lugar donde esperaba a que Alberto volviera de la cumbre y de los colores que la niebla que nos acompañó en la bajada resaltaba en los arbustos y hierbas del camino.

Nunca, y repito, nunca había asistido, durante la hora y media en que estuve esperando a Alberto a un espectáculo tan extraordinario. La extensión de lo que allí aparecía era incalculable. Al fondo el mar delimitado por una franja de nubes a modo de  barrera continua y lineal, los prados a continuación y, más cerca, el relieve de colinas, en variados tonos de verde daban paso al estrecho camino que habíamos subido antes de llegar a las pedreras. Éstas formaban una lámina blanca que subía hasta pocos metros de donde yo me encontraba. Sobte todo aquel amplio paisaje las nubes y los hilachos de niebla jugaron durante todo el tiempo en que estuve allí apareciendo y desapareciendo, cruzándose, bajando por las laderas, llegando hasta los prados para ocultarlos y después dejar pasar el sol devolviéndoles sus colores brillantes. Poco a poco la niebla bajó  de los picos cercanos al volcán Taranaki y la inmensa masa de nube avanzó hasta cubrir buena parte del paisaje.

El descenso de la pedrera fue desastroso, resbalaba con una facilidad inesperada, me caí varias veces con lo que mis mallas negras dejaron de tener su color para adquirir el blanco de las pedreras. El viento soplaba con fuerza llenándome los ojos de tierra, cuando la niebla aumentó  mis gafas iban tan empañadas que me costaba divisar a Alberto que bajaba delante y distinguir los palos señalizadores del track. Hacia tiempo que no me cansaba tanto.

Pasamos la tarde en el prado donde dormimos anoche, nos quedamos hasta mañana en que iremos rumbo a otro Parque Nacional.












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