2 de noviembre de 2014

¿Y ahora qué?


2 de noviembre de 2014

Atardecer en Sète

Vuelvo a leer el libro en el que recopilé la primera parte de mis escritos en este blog y me encuentro con textos interesantes en los que me cuestionaba facetas de mi vida o que rezuman ideas, sentimientos alejados de esta cotidianidad en la que vivo desde hace cinco años: mi huerta, mis gatas, mis lecturas, mi cine, mi música o mis ratos dedicados casi obligatoriamente a enterarme de lo que sucede en el mundo que me rodea, exterior en cierto modo a mi propia persona.

Y, de pronto, en un momento de exaltación producido por su lectura me digo que por qué no dejar mi huerta, mis hábitos y dedicarme a otras cosas, viajar por Ecuador o Colombia (lo primero que se me ocurre), escribir un libro, volver a la montaña, pasar días en Madrid o irme a Málaga a conocer a los amigos virtuales que tengo allí, disfrutar de aquello que me gusta y que está a más de los pocos kilómetros de campo por el que camino a diario.

Poca cosa en realidad. Hacer esto o lo otro cuando nos sentimos bien con nuestra vida diaria no tiene mayor importancia, regalo de privilegiados que no tenemos otros problemas más serios. Espejismos.

Sensaciones, pensamientos ocultos en la rutina, un interior que tengo olvidado, que apenas se mueve por debajo de mis actividades diarias. Quizá esta falta de relación conmigo, de ese interior del que apenas soy consciente radique también en que estos cinco años han sido tranquilos, alguna que otra preocupación, algún mal momento, pero lo propio de cualquier vida y todo dentro de esta balsa de aceite que es el periodo de la jubilación. Tiempo ha que no me subo al helicóptero para verme desde arriba. Hace seis años escribía: “Esto no tiene edad, camino de los sesenta y planteándome la vida.” Entonces debía de estar más optimista porque añadía”signo de lucidez”. Ahora no sé si es signo de lucidez o necesidad de movimiento. Paro, me observo un poquito y tengo la impresión de ser algo parecido a una estatua, como si mi cuerpo estuviera anclado, en realidad como si no lo sintiera, me hubiera acostumbrado a llevarlo encima de la misma forma como se viste uno cuando se levanta por la mañana. Como si me vistiera con mis paseos y mi trabajo en la huerta y luego me echara por encima, para sentirme abrigadita, la toquilla (me gusta esta palabra, tiene madre) de la música o de la lectura. ¿Pereza? ¿Qué habita en mi interior?

Escribir me ayuda a verme por dentro, a descubrir las sensaciones que me procura la audición de un Nocturno de Chopin, por ejemplo, o la emoción que me llena mientras veo una película como Madre e hijo de Sokurov, o ser consciente de lo que me puede cuestionar la lectura de un buen artículo o de los Ensayos de Montaigne a los que acabo de volver.

Es bueno tener tiempo pero es también peligroso. Ves al principio un campo inmenso abierto ante ti y te empeñas en llenarlo y cuanto más lleno está más fácilmente se trivializa e incluso vuelve la impresión de no tener tiempo. Calma, mucha calma: en Venezuela escribía: Oigo el agua rompiéndose contra las rocas desde lo alto, desde la Laguna de los Patos. Siento la brisa sobre mis piernas desnudas, el cosquilleo de una mosca que se posa una y otra vez sobre ellas. Miro el frailejón que he dibujado. Siento la luz del sol, que me obliga a ponerme las gafas. El agua que baja de la montaña ha penetrado en la tierra, huele a mojado. Mis pies se hunden en la hierba y sienten el suelo mullido y empapado. Estoy feliz.

Aprender del pasado. Volver a escribir.