29 de abril de 2011

Gedrez, treinta años después




Podría decir que el fin de semana pasado viví fuera del tiempo, así me sentí en algún instante de esos dos días, sumergida en un mundo, un ambiente y un lugar que creí  perteneciente a otra época, a otra yo lejana y diferente. Pero no, ahora tras haber regresado a mi casa, a mi vida de todos los días, mi gente, mis libros, mi huerta y asimilado tanta emoción veo que el Tiempo está dentro de mí, y que lo que viví hace treinta años permanece no sólo porque ha participado en lo que soy ahora sino porque ha permanecido ahí sigiloso, escondido, en parte por mi propia voluntad. 

Esos dos años fundamentales de mi vida retornaron primero despacio, al reconocer sentimentalmente los paisajes de Cerredo, Degaña, Larón, Rengos y fueron aproximándose aún lentamente cuando nos acercamos a ver la escuela, deshabitada, cerrada porque ya sólo hay cinco o seis niños en el pueblo, fueron más evidentes al cruzarnos con Carlos, de Casa Marrón, cuando nos dijo que se acordaba mucho de nosotros con unos ojos que eran los mismos de entonces y una mirada tímida, también la misma de aquellos sábados en casa, junto a Segundo y Mario, en los que escuchaba y hablaba poco, lo que no impidió que su presencia se palpara entonces y ahora en el recuerdo, y se colmaron de emoción en el momento en que entré en casa de Luis y Nieves y les abracé y vi a Jose, nuestro Josín y después, más tarde a Toño y vi también cómo se me saltaban las lágrimas y ahí me di cuenta de que estaba rescatando de los recuerdos, gastados por el tiempo, la vivencia de aquellos años de mi vida.


La comida con Azucena, sus padres y sus amigos Noe, Jaime, María… fueron un intermedio de relajación y disfrute que continuó mientras ayudamos a Jaime a que nuestras fotos, tantas veces vistas en las paredes de nuestra casa, en los álbumes, fueran ocupando su sitio en Casa Funsiquin, para la exposición en la que revivían los rostros de hace treinta años de alumnos, vecinos, amigos.
Hacia las seis el local comenzó a llenarse, yo andaba algo despistada entre grupos de jóvenes que no conocía cuando oí: “mira, es papá”. Ese papá era Mario, uno de los alumnos de Alberto, y ahí comenzó un encuentro continuado durante toda la tarde con el pasado que era también el hoy, el ahora. Me fue invadiendo la emoción según íbamos encontrándonos con los rostros de alumnos de Alberto, las palabras, los gestos recuperados de los vecinos, de los amigos con los que compartíamos unas botellas de vino algunas tardes o con los que nos juntábamos los fines de semana en la terraza que acristalamos y en la que Ríos nos instaló una chimenea que ya no existe. Y ahí el resto de mi mundo desapareció, estaba en Gedrez, habían pasado treinta años pero ese lapso de tiempo se estrechaba hasta unir aquellos dos años con el presente.

Las anécdotas que contaban hicieron que los recuerdos perdidos durante todos estos años aparecieran de nuevo. Carlos y Esther que vivían frente a la escuela y que me proporcionaban las berzas que tanto echo de menos en estas tierras de secano, Mari Carmen, tan guapa como treinta años atrás, con Luciano, su hijo, del que yo apenas recordaba nada más que la foto en la que toda la familia posó junto a su tractor y que derrochaba afecto, simpatía y vitalidad.  La vitalidad de los que han optado por permanecer en el pueblo y que en las palabras y los ojos de Laureano y María José brotaba con un entusiasmo contagioso.
Y en esto apareció Higinio al que reconocí rápidamente, y después Segundo al que recordaba leyendo sentado en el colchón que servía de sofá. Y Sumil, sin su melena, con el pelo y la barba canosos pero resuelto y charlatán, seguro y radical como yo le recordaba.

Y recordé tantas cosas… Mis recorridos por los hayedos, la cerveza o el zumo que me tomaba en Gravelón cuando volvía de caminar, el día que paseé sola por el Canielles, los días que bajaba de Piedrafita y entraba un ratito a conversar con la pareja que vivía -y vive- frente al cementerio, los retratos que hice desde Monasterio hasta Cangas, cargada con mi equipo y las fotos de Mario y de Lucía que llevaba como muestra, el segundo año de nuestra estancia en Gedrez cuando la monotonía comenzó a amenazarme. 

A nuestro ánimo se le olvida con frecuencia que lo vivido forma parte indisoluble de nosotros, lo sabemos teóricamente pero a veces lo olvidamos o incluso renegamos de ello.

María José y Clara, encontraron algunas fotografías de Gedrez que Alberto tenía en su página web y contactaron con él, el testigo lo recogió Azucena, favorecedora de todo este raudal de emociones y disfrutes. Gracias a ella hemos regresado a Gedrez y a dos de los años más intensos e importantes de mi vida.

Fue estupendo poder disfrutar de la simpatía y la sonrisa de Noe, de los platos exquisitos (¡ay las crepes Suzette!) de Raúl, de las conversaciones con Segundo y Maite, con Sumill, con Pepe y Leonor. Volveremos.



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