13 de enero de 2010

Un paseo por Europa



Regresé a casa después de zascandilear por Europa durante cuatro meses en nuestro 4x4 convertido en un pequeño y acogedor hogar. Paisajes, ciudades, gente, amigos reencontrados y un poco más de aprendizaje para vivir al día, para que el tiempo adquiera el valor del momento, del instante que estoy viviendo.




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Los Monegros, Santes Creus, Barcelona




Barcelona, 27 de julio
He paseado sola por el barrio de Gracia en busca de un portal, una esquina, una calle que me trasladaran a mis años de adolescencia, cuando pasé algunos veranos en casa de mis tíos. Los recuerdos son siempre borrosos, así que no estoy segura de si encontré los lugares buscados, o ese chaflán, ese portal eran sencillamente lo que yo quería rememorar. Da lo mismo, cuando los vi sentí un hormigueo agradable y volví a esos recuerdos confusos y posiblemente manejados inconscientemente por el paso de los años. Yo era entonces una niña tímida, insegura, pequeña y admirada ante el desparpajo que percibía en mi prima y sus amigas y el descubrimiento de un mundo más abierto, menos de cascarón del que yo procedía. Lo pasé mal… y lo pasé bien como ocurre en el paso de la niñez a la adolescencia y como sucede siempre que en cualquier etapa de la vida descubres que existe algo que no has experimentado, que es nuevo, que es más deseable, que lo ves como esperándote para que tú lo des forma, lo incorpores a tu vida, lo conviertas en un nuevo camino por el que transitar.


Montserrat






Montserrat, 28 de julio
Mi intención era dar un paseo rodeando las Agüillas pero la ruta que iba a llevar Alberto no parecía muy larga y me animé a marchar con él. He vuelto muy cansada, con el cuerpo hecho trizas y el pie y el pinzamiento de las lumbares tan guerreros que no voy a poder caminar en los próximos dos días. Menuda bronca me habría echado mi traumatólogo si me hubiera visto por un agujerito. Que me quiten lo bailao. Nueve horas y pico de subir y bajar, subir y bajar y subir y bajar; un recorrido duro pero precioso, variado y que, a pesar de lo dicho, me reconcilia con mi cuerpo, fuerte y preparado para poder seguir caminando por los montes en cuanto que mi pie esté bien y recupere el fondo perdido.

Hacia el Mont Blanc





La Manère, 31 de julio


Un petirrojo revolotea frente a mí. Un petirrojo como los de mi parcela. Echo de menos mi casa, no lo que hago en ella ni el ambiente de Madrid o la posibilidad de ir al cine o a un concierto; echo de menos mi casa, así, sin más. Quién me lo iba a decir, a mí, tan viajera y ¿tan viajada? ¿Serán los años vividos? ¿tanto mundo visitado? ¿tanto movimiento?

Quizá la causa de mi nostalgia sea el sentimiento del paso del tiempo por mi cuerpo. Lo mismo me sucede con mis hijos, los propios y los añadidos que diría mi madre, y con mi nieta; creo que nunca los había añorado tanto.




Narbonne, 2 de agosto


Dos muchachas de rasgos árabes bajan de un coche, llevan una botella de vino y un par de vasos de papel, están alegres, cruzan a saltitos temerosos una pequeña hondonada y caminan después erguidas y seguras hasta un banco al que da sombra un precioso pino. Desde donde estoy sentada las oigo charlar y reír animadamente. No ha pasado mucho tiempo cuando regresan al coche con la botella seguramente vacía dada la satisfacción que se refleja en sus caras y la manera rápida con que cruzan la hondonada. Suben al coche, arrancan y desaparecen por la pista que lleva a la carretera de Narbonne.
Y me acuerdo de la botella que nos bebíamos mi amigo Antonio y yo cada vez que me invitaba a cenar mejicano en su casa de la calle Amparo. Una cerveza al llegar mientras él picaba cebolla, cortaba trocitos pequeños de carne, rehogaba, añadía el mole y preparaba una ensalada. Su pequeñísimo piso era un enorme caos, sin embargo en pocos sitios me he sentido tan a gusto como allí. Sobre la mesa, sin mantel ni servilletas, un par de platos, el vino y dos finas copas de cristal que destacaban como un precioso detalle personal y que me regaló cuando se marchó a Estados Unidos.
Nos quedamos a dormir en este parque municipal de Narbonne, a las afueras de la ciudad, todo un mundo de caminos que trepan, bordean, atraviesan sus colinas. A la mañana, poco después de amanecer, los visitantes principales del parque son los perros sus dueños. Sonrisas, saludos afables. Es un agradable despertar.




Gargantas De Tarn, 5 de agosto


¡Horror! Muy difícil disfrutar de este extraordinario paisaje de rocas en equilibrio sobre las laderas que encajonan el río Tarn. Bellísimo pero escondido en medio de las multitudes de turistas que llenan las carreteras, los pocos y estrechos aparcamientos y los pueblos. En Saint Enimie las parejas no pueden caminar abrazadas, ni los niños pasear de la mano de sus padres ni la abuelita acogerse a la ayuda del brazo de su nieto. Aquí se anda en fila de a uno, las aceras son hileras de piedra rodeando las terrazas de restaurantes, bares y tiendas de recuerdos. Los coches también en formación, uno tras otro, marchando despacio y parando cada vez que un camper se cruza en su camino con la copiloto alargando la cabeza fuera de la ventanilla para vigilar el muy posible golpe del techo del vehículo sobre la roca. El río, tranquilo, sosegado, fluye allí abajo, lejos de nosotros, despistados viajeros convertidos en turistas que creíamos descubrir un paraje nuevo ¡si ya no existen! ¿Encontraremos comida en estos pueblos? decía Alberto poco antes de llegar a Nant. Aún no sabíamos lo que nos esperaba. No hay caminos que bordeen el río, sólo es posible acceder a él a través de uno de los múltiples negocios de alquiler de canoas. Las furgonetas con su artilugio porteador de canoas detrás se cruzan con los autocares porteadores de futuros navegantes. Ni un solo rincón que no muestre su aviso de propiedad privada con cadena incluida. Huimos de las hermosísimas gargantas de Tarn, no paramos mas que para dormir en el único hueco posible (mira que al final tenemos suerte…), un alto frente a los acantilados rocosos que se ha salvado de la quema turística al estar dedicado a la obtención de grava. Poco después de llegar, una furgoneta sube la cuesta, compartimos con una pareja suiza este trocito de soledad; seremos los únicos porque no cabe nadie más. Dos días antes pasamos un par de noches en un campo más arriba de Saint Sauveur, frente a un atardecer rojo radiante y con la posibilidad de un buen paseo por el bosque.

Marchamos hacia Chamonix.




Camino a Chamonix, 7 de agosto

En El Danubio (Magris), me encuentro con dos ejemplos de la dificultad de la mujer para situarse a un nivel de igualdad con el hombre. Dos mujeres que aparecen en el libro en capítulos diferentes y separados por bastantes páginas. La primera es Marieluise Fleisser, la segunda Marianne Willemer, Suleika en Divan, la obra de Goethe. Dice Magris que para Marieluise el encuentro con Bretch fue “una fortuna intelectual y, probablemente, un infortunio existencial”.
Marianne, es autora de algunos de los poemas de el Diván, poemas a los que Schubert puso música y que califica Magris como elevados y sublimes. Algo me identifica con las dos. La lucha por situarme en un mismo grado que el hombre en cuanto a mi valor personal e intelectual diluida por la tendencia a la “dedicación visceral” en el caso de Marieluise y que me acompañó durante muchos muchos años y la intuida falta de importancia del reconocimiento de esa igualdad plasmada en la aceptación, parece que activa, de Marianne de no aparecer como autora de los poemas con los que colaboró en el Diván. Lo tenían difícil, por la época y por las personalidades de Bretch y Goethe, pero las cosas sólo han cambiado un poco, en muchas ocasiones aún las mujeres no somos capaces de arrancarnos esa tendencia a la “dedicación visceral” dura y cómoda al mismo tiempo, por un lado, o tomamos, como postura aparentemente opuesta y sin embargo coincidente muchas veces, una actitud terca y superficial, superficial por lo que le falta de revisión actual del problema, y que puede detenerse en signos externos más que en lo verdaderamente vital. Sí, una debe decidir firmar su propia obra, pero también debe poder decidir lo contrario, la decisión de Marianne puede ser tachada de débil, pero también de representación de una visión inteligente de la vida.


Hacia el Danubio



Área de servicio cerca de Ulm, 15 de agosto


Como cronista oficial de viaje y a modo de pie de foto, resumo: Un par de días en los Alpes franceses, Chamonix, más exactamente Servoz, donde Alberto se dio un “paseo” de doce horas con caída y buen golpe en la cadera incluidos; pasamos por Suiza camino de Zurich pero a Alberto le apetecía ver el Eiger y retrocedimos hasta Grindelwald; después Zurich y Tübingen.
¿Impresiones? Demasiada gente en los Alpes. El Eiger lo vimos desde Grindelwald, la idea de Alberto de caminar al día siguiente chocaba con el ambiente suizo: dificultad para encontrar un sitio donde dormir medianamente a gusto, la cantidad de gente, de coches, de casas por todas las laderas.


Y es que Suiza, la parte alpina, es un jardín, con huertas y pastos, pero un jardín, un jardín cuidado, ordenado, impoluto, armonioso, perfecto, de postal fotográfica, en el que en un principio dudas dónde poner el pie, es bonito, sólo bonito… hasta que levantas la vista, las montañas, eso les salva. Los pueblos de la zona de los Alpes llaman la atención al principio pero pasados unos pocos, una se encuentra saturada de tantas casitas de madera con las mismas flores en las mismas jardineras y colocadas de la misma manera y se echa de menos el bullicio de los países árabes, la diversidad de colores de India o la música de las calles latinoamericanas.



Nunca me ha gustado esta parte de Suiza, me carga, es inevitable. Me reconcilio con los suizos en Zurich, las ciudades son otra cosa, las coincidencias son grandes en las ciudades occidentales y una se siente como una suiza, una alemana o una francesa, estás en casa. El ánimo con que inicias un viaje, más que el ánimo, la preparación inconsciente que llevas cuando sales de casa influye en ese estar a gusto. Si vas al Sahara el cuerpo se dispone a soportar el calor tranquilamente sin que una le diga nada, si estás en Ushuaia en invierno, sientes el frío y la falta de luz como algo natural, normal, inevitablemente tenemos una idea del viaje que nos marca, nos encamina hacia una percepción más o menos determinada de lo que va a presentarse ante nuestros sentidos; por eso, disfrutamos de lo exótico, lo diferente en continentes de culturas lejanas a la nuestra, pero en occidente, a mí al menos, me gusta estar como en casa.

Tübingen me decepciona un poquito, suele suceder cuando esperas algo con muchas ganas. La casa donde vivió Hölderlin los últimos años de su vida es fría, excepto la habitación en la que permanecía prácticamente todo el tiempo, ésta es evocadora y cálida en su blancura y escasez de muebles y recuerdos, sólo dos sillas y un jarrón con flores sobre el suelo.



Ulm







Junto al Danubio, 17 de agosto


Ulm es una preciosa ciudad, agradable, ni muy grande ni muy pequeña, organizada, pero sólo lo suficiente para que todo resulte fácil. El primer encuentro es con la catedral, su alta y estilizada torre de setecientos y pico escalones que yo no subo y que me recuerda que hace unos días mi amigo del alma habrá sudado lo suyo hasta llegar arriba. Es casi imposible que él y yo nos crucemos, coincidimos en una parte del recorrido veraniego pero creo que yo llego siempre con unos días de retraso. A pesar de saberlo, en Munich, un día después, mis ojos le buscan mientras paseo por la zona peatonal hasta arriba de turistas, mientras como salmón ahumado con queso, patata y ensalada. Mañana, en Linz, última posibilidad de encuentro.


El sol aplastante de la plaza de la catedral desaparece en las calles estrechas que bordean los canales del barrio de los pescadores y que llevan hasta el Danubio, ribeteado por la ruta para bicis que comienza en su nacimiento y finaliza en el delta.


Ahora estamos cerca de Linz, sentados junto al río. Vemos, en la orilla de enfrente, pasar a los ciclistas por el mismo camino que hace la friolera de veinte años, recorrimos los cinco, la familia al completo, desde Viena hasta Passau, el año en que aprendí a montar en bici.


Nada más pasar a Austria dos polis nos paran: el coche no lleva el símbolo de la Unión Europea en la matrícula, ni siquiera el de España, es un coche huérfano de patria y eso no está bien. No son desagradables pero tienen ese punto reconocible en la mayor parte de los polis del mundo. Raymond Chandler, en El largo adiós hace una descripción genial a través de lo que el detective Marlowe ve en los policías que le interrogan.







Hungría





Camino hacia Ucrania, 23 de agosto

Parece que los días han transcurrido rápidamente cuando veo la fecha en la que dejé las últimas líneas, pero no, van despacio, tranquilos, suaves. No he viajado nunca así, sin ninguna prisa, sin apenas saber la hora. Anoche llovió y llovió, por la mañana continuó igual; total que era mejor seguir en la cama calentitos oyendo las gotas de agua sobre el techo del coche. Aclaró un poquito y aprovechamos para ponernos en funcionamiento, cuando miré la hora, al salir de allí era la una del mediodía. Fue una mirada indiferente, daba lo mismo una hora que otra.

Me voy muy satisfecha de los días pasados en Hungría: agradables, plácidos. Ciudades bonitas, llenas de color, como Gyor y Vac; un paseo por Budapest y otro por el Parque Nacional Bükki, al norte del país. También, carreteras pequeñas junto a llanos rodeados por colinas o cruzando bosques tupidos de hayas, la compra del día en algún super, riquísimas comidas en las ciudades y tiempo reposado para leer, escuchar música o ver una peli.
Anoche, Pushing Hands, de Ang Lee. Lástima de ese fragmento casi al final en el que el protagonista hace una demostración de su poder mental más propia de una película de Kung Fu que de la bella historia que narra Ang Lee, fue el único mal paso; el principio es muy bueno, entramos rápidamente en el problema que plantea la película sin necesidad de palabras, sólo con un montaje y unos encuadres perfectos, la mujer que aparece en pantalla tiene los nervios a flor de piel y el hombre actúa, pero sólo de puertas afuera, como si no hubiera cambiado de país y de costumbres. El ambiente está tenso. Ya estamos dentro, es un magnífico comienzo.
Mañana o pasado, Ucrania. Este viaje de un mes, con mi idea de volver pronto a Madrid se ha convertido en un dejarse llevar por los días y por los kilómetros. Estoy muy a gusto.




Ucrania. De los Cárpatos a Kiev




Cerca de Vorochka, en los Cárpatos, Ucrania, 25 de agosto

Año 2009, Europa, “mundo civilizado” ¿Qué coño hizo la Unión Soviética en este país durante tantos años para que la pobreza salte a la vista, las chozas alternen con las estaciones de ski utilizadas por algunos rusos y el nivel de concienciación ciudadana sea tal como para que la basura se amontone como si recorriéramos un país tercermundista africano? Basta con la pregunta, a veces nos agarramos en demasía a las ideologías y no vemos la realidad o la justificamos con la pura teoría.

Cerca de Kiev, 29 de agosto

Además de mirar, una debe informarse (y viceversa). Me desdigo de lo escrito el día 25; fue la visión de una parte de los Cárpatos, después la cosa cambió. Ucrania es un país al que le queda tiempo para desarrollar las regiones menos favorecidas, hacer prosperar a los grupos sociales más humildes, jubilados por ejemplo, pero que parece marchar por un camino de progreso. Salvando la era Stalin, Ucrania, en tiempo de su pertenencia a la URSS, se industrializó y avanzó económicamente. Otra cosa era su derecho a la independencia perdido con el tratado de Versalles y el de Riga y no conseguido hasta la desaparición de la Unión Soviética. Tampoco los gobiernos post-independencia han sido una maravilla, la corrupción ha hecho sus estragos.
Hay detalles que agradan, como la tendencia a resolver los problemas prácticos más que la incitación al consumo, ejemplo: los apartados de las autovías o carreteras importantes centroeuropeas no han mejorado desde hace años con la excepción de aquellas en las que se encuentran cualquier establecimiento que produzca movimiento de dinero, en Ucrania (hasta ahora al menos) los apartados de la carretera tienen contenedor de basura, letrinas y un lugar elevado donde subir el vehículo y poder solucionar los problemas leves que pueda tener el coche o el camión.
Hay detalles que molestan, ejemplo: la cantidad de desperdicios que se encuentran por todas partes en cuanto nos salimos de la carretera, sean campos, caminos, bosques… y sin que la belleza mayor o menor del lugar influya en ello.
Subimos al monte Hoverla, el más alto de Ucrania y símbolo político: una vez al año el presidente Yushenko sube a su cima donde se encuentran un monumento y un aro en el que la gente ata pañuelos con inscripciones en honor a la Constitución ucraniana.



Kolomyya es una linda ciudad con un interesante museo sobre los utensilios, muebles, habitaciones, modo de vida de los hutlus, población originaria ucraniana.




Kamenec-Podolski tiene una parte antigua en la que destaca la fortaleza, rodeada por el cañón del río Smotrych.


Comemos magníficamente: calidad, presentación y atención. En general nos hemos chupado los dedos casi a diario desde que salimos de Madrid, pero aquí casi te evitas el tener que mirar el precio antes de decidirte por el restaurante.






Kiev y el Museo de los Pueblos








Kiev, 30 de agosto


Paramos en un complejo que comprende un par de hoteles, un camping, un café en el que tardan hora y media en prepararnos unos trozos de pollo a la barbacoa y un recinto para un juego de guerra del que conocía la existencia pero no recuerdo el nombre. Un grupo de jóvenes vestidos de soldados, equipados con máscaras y armas se hacen la guerra dentro de un espacio protegido por redes que se asemeja a un campo de batalla con todo lo necesario para la campaña bélica. Resulta un tanto espeluznante ver estos juegos cuando acabo de terminar El miedo, de Gabriel Chevallier. Una novela autobiográfica que se desarrolla durante la primera guerra mundial y que relata en primera persona los sentimientos y sensaciones de un soldado durante los cuatro años del conflicto. El miedo es el protagonista. Echa por tierra todo atisbo de sentimientos heroicos o patrióticos y presenta como única emoción posible y real el miedo, el pánico y sus consecuencias.

A lado, una pareja austriaca está cenando. Al cabo de un tiempo ella se levanta y se dirige a la furgoneta aparcada algo más a la izquierda, entonces veo que la ropa tendida junto al vehículo de él es sólo de hombre y la de la mujer está tendida en otro lugar y me doy cuenta de que viajan cada uno por su cuenta y también de que hablan mucho y ríen, y recuerdo que mi amigo del alma, un día en el Café de los Austrias, distinguía las parejas estables de los amigos o amantes porque los primeros estaban más callados.

Este ambiente me resulta simpático, parece un camping para jubilados. Lleno de campers y furgonetas alemanas y austriacas cuyos habitantes sobrepasan los 60 años. Ahora están todos los austriacos juntos, una docena de personas, hablan y ríen. Un club de jubilados. Buena idea.







Museo de los Pueblos en Kiev