13 de enero de 2010

De Kiev a Rumanía


Busteni, Transilvania, 8 de septiembre

Una zona de acampada como deberían tener las montañas en todo el mundo. También hay cerca un hotel y restaurantes. Así, bueno para todo el mundo, el que quiere la comodidad de un hotel y el que quiere encender su hoguera junto a su tienda. Un oso se acerca todas las tardes, cuando ya ha oscurecido, al contenedor que hay al otro lado de la carretera, frente a las tiendas de campaña. Es la atracción diaria; fotos, vídeos, todo a una distancia prudencial, claro está. Derriba el contenedor, come y se vuelve a internar en el bosque. No hay peligro, sólo la precaución de no acercarse demasiado y de no dejar comida en el exterior; parece más domesticado que los osos de Denali a los que había que ir avisando continuamente de nuestra presencia y con los que había que tomar medidas drásticas de protección. El cielo está encapotado, veremos cómo amanece, si hay paseo o no.
Salimos de Kiev dos días después del último escrito. Un día para pasear por la ciudad, ver la catedral de Santa Sofía y alguna otra cosa y otro para el museo de los pueblos de Ucrania: granjas, iglesias, casas de las diferentes regiones ucranianas. Bonito paseo pero poca diversidad en las construcciones.
En Uman pasamos el día en el parque de Sofía, un extenso y variado parque creado por un conde polaco para su enamorada a la que había comprado a su anterior marido que a su vez había pagado por ella a sus padres. La moza, a pesar de las atenciones jardineras del conde, se la jugó con el hijo de éste. Las hay desagradecidas.



Odesa me decepciona un poco. Foto obligada en las escalinatas de El acorazado Potenkin (por cierto que éste era un militar amante de Catalina la Grande), escaleras y más escaleras llenas de turistas; museo de pintura sin apenas nada que destacar, quizá Vladimir Makovsky, un pintor ucraniano de finales del XIX, con obras de carácter social y críticas con la actitud de la aristocracia ante el pueblo bajo; después, paseo por la ciudad, algo de música en la calle frente al teatro de la ópera y una rica comida como va siendo habitual en este viaje.



Vilkovo, se supone que “la Venecia ucraniana”, como la Venecia china y tantas otras que habrá por el mundo. Estrechos canales que llegan a la calle principal del pueblo, no más; comemos y nos vamos en dirección a la frontera.
Aventura: diluvia durante toda la noche y por la mañana no hay forma de salir del lugar que buscamos para dormir. Paciencia en cantidad, colocar ramaje bajo las ruedas, empujar, volver a las ramas, empujar de nuevo y así durante casi tres horas para menos de un kilómetro, acabamos con todas las ramas que había en los alrededores, incluso tuvimos que utilizar los aislantes que, deshechos, allí se quedaron sumergidos, y todo ello bajo la lluvia y enfangados hasta más arriba de los tobillos. Milagro que conseguimos llegar al asfalto. Después, respiramos, sonreímos, llenamos una bolsa de ropa y calzado lleno de barro y sin más novedad salimos de Ucrania. Unos kilómetros más allá, el despropósito del día: para entrar en Rumanía hay que cruzar un trocito mínimo de Moldavia, pues bien, más de dos horas en la aduana, con guardia chulito incluido (como en los mejores tiempos) y quince minutos en cruzar el país. Llueve y llueve y llueve.
Comemos en Galati, una ciudad industrial importante y pasamos un día en Bucarest, mezcla, batiburrillo casi, de edificios de estilos y épocas diversas, bloques de granito de la época de Ceaucescu o modernos rascacielos acristalados.

Esta mañana, intento de conversación con un paisano al que invitamos a un café y que hablaba por los codos como si nosotros domináramos el rumano desde siempre. Y aquí estamos, el cielo está encapotado, como decía pero de momento no llueve.




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