21 de marzo de 2009
Tocarse los huevos
15 de marzo de 2009
Como una reina
Ayer viví un momento casi divertido cuando el médico me quitó la venda. Yo estaba pendiente de lo que iba a ver mientras capa tras capa el vendaje desaparecía y mi pie volvía a ser pequeño. Cuando quedó al descubierto no lo reconocí. Mi dedo pulgar era precioso, recto, elegante, el lateral suave, sin accidentes geográficos de ningún tipo, pero… el resto más bien parecía el pie de la novia de Frankestein. Dos líneas de grapas surcaban mi lindo piececito desde la mitad del empeine hasta el inicio de los dedos. Todo un pellizco de carne sujeto en sentido longitudinal como si la grapadora hubiera agarrado como dios le diera a entender las orillas de las rajas por las que me habían serrado el hueso y sujetado los tendones. El médico, a todo esto, extasiado, enamorado de su obra. Los traumatólogos son los médicos más narcisistas que conozco. Yo, si hubiera sido médico, por otra parte, habría sido traumatólogo; es como un juego, como una actividad de bricolage, la sierra por aquí, la grapadora por el otro lado, vamos a medir el ángulo para que el dedo no se tuerza en dirección contraria, aprieta bien los tornillos, no se vayan a desviar, acércame la lima, ahora la lija para que quede más suavecito, ¿y si le damos una capa de pintura?...
Hoy sigo en el sofá con la pierna estirada, de manera que le tengo enfrente, a mi pie, digo; de vez en cuando le hago una caricia o le doy calorcito para que se calme; tengo todo el tiempo del mundo, nunca hubiera dama tan bien servida. Me rodean Tournier, Gracq, la historia de la literatura de Francisco Rico, los poemas de Rosa Romojaro, las pelis de Ford y música y más música. Esta tarde le tocó a Artie Shaw, su clarinete y su orquesta, una de las primeras big band blancas, aunque Billie Holliday y algunos otros músicos negros cantaban o tocaban en ella, por supuesto entrando por la puerta de atrás. Vergüenza. Ignorancia.
Aquí está Artie Shaw en un fragmento de la película Al fin solos, con Fred Astaire y Paulette Godard.
8 de marzo de 2009
El pony rojo y Donizzeti
Esta vez, el blog amigo de Joseph Rumbau no me dio las buenas noches; estaba yo, en ese momento, viendo El pony rojo, de Milestone. Fue esta mañana cuando, ya sentada en el sofá, con mi dolorido y frankesteiniano pie izquierdo sobre el cojín blandito y mórbido que Lucía y Quique me regalaron ayer, abrí el reader y me encontré con este delicioso y simpático fragmento de La hija del regimiento de Donizzeti. Nada que añadir al comentario de Joseph Rumbau.
Volviendo a El pony rojo. Comencé a verla con una cierta pereza, la recordaba vagamente como una de tantas películas vistas cuando era pequeña y mi interés estaba principalmente en la banda sonora de Aaron Copland. Fue una agradable sorpresa, y no sólo por el guión de Steinbeck, basado en su propio relato, y por la preciosa fotografía de Tony Gaudio. El tema principal de la película es la iniciación de Tom en la naturaleza de la vida, en la intimidad natural entre vida y muerte, pero como nos identificamos o nos acercamos instintivamente a aquellos personajes en los que hay algo de nosotros mismos o de lo que percibimos que puede haber en un futuro próximo, mi interés se centró instintivamente en otros aspectos de la película; hace muchos años mi personaje fue Tom, el niño protagonista, aunque entonces no fuera en absoluto consciente de su aprendizaje; anoche simplemente le miraba con simpatía mientras mi ternura respetuosa iba dirigida al abuelo. Un anciano que, después de haber vivido una vida difícil y aventurera, anda despistado sin encontrar su hueco en la familia. Cuando medio dormido se acerca al establo para ayudar a Billy Buck , se está integrando activamente, a través de las preocupaciones y sufrimientos de su nieto, en la vida del grupo familiar; una integración que no deja de tener su parte dolorosa al reconocer en voz alta el abuelo que la época del Oeste, su época, en la que vivía inmerso, ha desaparecido.Ciertamente, anoche, los otros personajes no me interesaban demasiado.