8 de febrero de 2009

Leyendo a Tsvietaieva


A poco que nos descuidemos vivimos sin enterarnos de que vivimos.

Pasan los años y mirando hacia atrás sólo soy capaz de ver en medio de una nebulosa algunos objetos, algunas escenas, algunos rostros desvanecidos apenas destacándose sobre la niebla del pasado. Marina Tsvietaieva dice en su retrato de Natalia Goncharova, de la que un biógrafo afirmaba que “su vida es tan pobre en acontecimientos que ni siquiera sabes cuál mencionar, salvo las fechas de inauguración de sus exposiciones”, que los acontecimientos exteriores a uno mismo en realidad no existen, sólo toman vida cuando se convierten en acontecimientos interiores. Una vida plena, una vida llena de acontecimientos; son expresiones que no tienen relación por si mismas; si esos acontecimientos son exteriores a uno, por grandes que sean objetivamente no sólo no tienen importancia sino que pierden su existencia; la vida es plena cuando los acontecimientos exteriores se han incrustado, asimilado a nuestra vida interior, se han convertido en acontecimientos interiores.

“Confieso que he vivido”. La frase de Neruda me persiguió durante muchos años; yo quería tener esa sensación cuando llegara el momento de la muerte. ¿Acontecimientos externos? No son los viajes los que me permitirán sentir esa plenitud al final de mi existencia, ni las relaciones y amistades rompedoras con el buen criterio social, ni mis años de dedicación a la enseñanza, tampoco las decisiones, a veces algo peculiares, en la educación de mis hijos. Es el camino puramente interior que esos hechos han trazado al incorporarse a mí y plasmarse en la presencia permanente del deseo claro y obstinado de dirigir mi propia vida, en el proceso de creación interna de esa vida.




Hay personas, como Goncharova, que crean obras que traspasan lo íntimo, que salen a la luz y que se convierten en creaciones que a su vez inciden en la vida de los otros como esos acontecimientos externos que, en unos casos serán apropiados por el espectador, el lector o el oyente penetrando en su ser, asimilándose a su intimidad, formando parte de su camino mientras que en otros quedarán simplemente como una bella o interesante anécdota hallada en el trayecto. No soy una persona creadora en ninguna de las artes a las que podemos acercarnos todos, me falta imaginación, tal vez sensibilidad o quizá la capacidad de exteriorizarla, pero cuando me paro y miro hacia atrás, hacia esa nebulosa que envuelve las imágenes del pasado sí me reconozco artífice (en su significado de creador, no de técnico ni constructor) de mi vida interior que a su vez puede reflejarse, poco o mucho, da igual, en lo que puede ser considerado como acontecimiento externo.

Los creadores considerados habitualmente artistas no reciben a las musas cuando amanece o cuando se toman un café después de comer, trabajan para preparar su llegada y para estar bien despiertos en el momento en que éstas atiendan su llamada. En eso nos parecemos nosotros, modestos creadores, en el esfuerzo por ese estar despiertos, atentos a recibir lo que sucede a nuestro alrededor para, en una conversación silenciosa (o no) con nosotros mismos, escuchando lo que nos pide el cuerpo, sintiendo el dolor, el vértigo, el deseo, intentar darle forma al barro, componer la música, trazar las líneas adecuadas para convertir nuestra vida en una pequeña obra de arte. El que lo consigamos o no lo iremos percibiendo día a día, o de vez en cuando, quizá lo sabremos al final, pero no habrá ningún crítico que pueda decidir si el trayecto de nuestra vida ha sido o no una obra de arte. Porque esa creación no se plasma en un objeto, sea libro, partitura o lienzo, sólo lo hará en otras vidas y éstas lo transformaran en un ingrediente de la suya propia o simplemente figurará como un recuerdo, un acontecimiento externo.



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