22 de julio de 2008

No hay ningún fin





No hay ningún fin.



Ni siquiera sabemos por qué estamos aquí, pura necesidad de otras personas que nos trajeron a la vida por instinto.

Por tanto sólo hay dos caminos: hacer desaparecer esa vida que nos dieron sin saber para qué o darse un paseo por ella. Tal vez la diferencia, sentir o no sentir, sea lo que hace que nos quedemos.Y si decidimos esto último, o damos el paseo andando o nos subimos al carro a ver el paisaje desde él. Otra opción.

Algo hay en mí que me empuja a caminar, aunque sea a gatas en muchas ocasiones, o arrastrándome con vergüenza.


Así pues: caminaré.


Me nacieron sola. Como a todos, excepto a los gemelos, y esa es otra historia, una soledad dividida entre dos iguales.


Peor aún.





Tanteamos durante los primeros años, picoteamos, buscamos no se sabe bien el qué y un día nos toca caminar con alguien y elegimos (o eso creemos). Pero... siempre nos dijeron que ese caminar llevaba consigo un certificado de seguridad. Nos engañaron. Un buen día te das cuenta y te alegras: ¡qué bonito! Es diferente, es original, es un reto... Sigues engañándote: no es un juego.

Decides? y tiras, o así te lo crees, las pantuflas, el mando de la tele, la tele entera, las fiestas familiares, la coquetería, las ideas religiosas, el sólo tuya, la cama matrimonial, el fútbol, el festival de eurovisión, la literatura romántica, el aburrimiento, el sillón-bol, la política, las revistas del corazón, La gran familia, La familia y uno más, a Marx, la prensa, los Reyes Magos, la Navidad, los viajes organizados...

No es un juego.

Es duro.

Es real: me nacieron sola.

Además (¿peor?): no tiras simplemente: sustituyes sin darte cuenta.

El reto une aparentemente. Y tal vez no aparentemente. Pero mira por dónde el camino es ancho y está lleno de gente, de paisajes, de historias, de juegos, de problemas, de alegrías y, lógicamente, a la primera de cambio esa persona con la que caminas y tú misma se fijan en algo diferente. No importa, te dices: más diferencia, más originalidad, más reto, más juego. Crees que siempre habrá un hilo que te una al otro. Como las cadenas extensibles de los perros.



Un día tiras y el hilo está a punto de romperse, o al revés: tira el otro y pasa lo mismo.

Tal vez no se rompa, pero mientras esperas a ver qué pasa... pfff, ni sabes hacia dónde moverte, hacia dónde mirar, qué tocar, qué besar, con quién hablar... y te dices: tranquila, obsérvate, no racionalices, sólo mírate... y... joder, ¡qué vértigo! dónde me agarro si el hilo se rompe, y te sientes como si ese hilo ya se hubiera deshecho en un montón de finísimas hebras. Todas las que conformaban ese hilo.



Y entonces vuelves al principio:

“No hay ningún fin. Ni siquiera sabemos por qué estamos aquí, pura necesidad de otras personas que nos trajeron a la vida por instinto.

Por tanto sólo hay dos caminos: hacer desaparecer esa vida que nos dieron sin saber para qué o darse un paseo por ella. Tal vez la diferencia, sentir o no sentir, sea lo que hace que nos quedemos.”

De nuevo debes elegir (o creer que lo haces).

No sé la continuación.







21 de julio de 2008

Despertar

La despertó la alarma del móvil. Iba a levantarse pero su cuerpo se negó, dio media vuelta y tras varios intentos consiguió colocar las piernas de forma que el hormiguillo que sentían a veces no evitara el regreso del sueño.

Pasó media hora, las piernas se estiraron, los brazos abarcaron el ancho de la cama, lentamente sus ojos se abrieron y su cuerpo sintió el viento refrescante que entraba por la ventana abierta.



Se levantó sabiendo que las primeras horas del día estarían dedicadas a ese cuerpo remolón al que no le había dado la gana de levantarse a la hora convenida. Y es que una cosa son las decisiones nocturnas en las que sólo participa el cerebro y otra los impulsos del resto del cuerpo, y por la mañana esa parte del cerebro que tiene un nombre tan feo, neocortex, estaba en inferioridad respecto a sus piernas, sus cervicales y ese estómago que había aumentado en el afán de ella de aprovechar la comida que él, en su ausencia, no utilizaría y que iba a caducar.

Se dirigió a la biblioteca, puso música y comenzó con los ejercicios de rehabilitación.



Sonaba el piano de Erroll Garner. Un ritmo de rápidos saltitos que ya le hubiera gustado ser capaz de reproducir en el piano, pero sus dedos también decidían por su cuenta y eran tardos, pesados, poco ágiles. Los de Erroll se animaban cada vez más, hasta que, cuando aquél ritmo llegó a su cúspide, pasaron a unos fuertes y resueltos acordes que demostraban claramente que sabían lo que hacían y estaban orgullosos de ellos. Golpeaban con furia el piano divertidos, cambiaban a un ritmo solemne pero no menos alegre y decidido, hasta que se perdieron en una escala rápida justo cuando ella terminaba de poner al día sus cervicales. El segundo track era un arreglo del tema principal de Casablanca. Este bandido de Erroll la sacaba de su rutina y la transportaba a años atrás cuando esas notas y la escena de la despedida de Ilsa y Rick en el aeropuerto eran el leit motiv, una especie de símbolo (un poco manido, tenía que reconocerlo) de su relación con X. Mientras estiraba los músculos de la espalda sentía cómo se encogía su estómago y se le calentaba el corazón.

Hacía un año que había recibido su última carta; luego ella le escribió un par de veces sin obtener respuesta y le había felicitado por su cumpleaños como todos los años, tanto en los que mantenían contacto como en aquellos en los que no sabía nada de él. Por aquellos días había muerto Antonioni, de ahí el título de su correo: Blow Up. Siempre, a lo largo de casi ocho años de intermitente correspondencia habían utilizado títulos de películas al dar nombre a sus cartas. Se sentó en una silla y estiró y encogió los músculos de las pantorrillas. Erroll seguía machacando su piano, golpeándole con energía y decisión cuando se vistió pero pronto, mientras preparaba el MP3 y se calzaba para caminar hasta el pinar, los dedos de Erroll se independizaron y rebotaron sobre las teclas de uno en uno y sin ilación, de nuevo a pequeños saltos; recordó que se había propuesto bailar todos los días porque la divertía y porque decían que era bueno para mantenerse optimista, lo había olvidado, demasiado picoteo en unas cosas y en otras, nunca se centraba en un par de temas, siempre tenía varios libros empezados y a lo largo del día intentaba, además de tocar el piano, estudiar inglés, escribir, escuchar música y ver cine.



Erroll había dejado de tocar cuando abrió la cancela y salió al camino. Acababa de pasar al MP3 una obra de Doris Lessing, El cuaderno dorado, que no había encontrado en las librerías el año anterior cuando viajó por Sudáfrica.

Era domingo y el camino del pinar parecía la Gran Vía; una pareja corriendo, varios ciclistas, algunos paseantes acompañados de sus perros y cuatro motos que la llenaron de polvo y cortaron el diálogo entre Ana y Molly, los personajes de Lessing, al mismo tiempo que en la novela eran interrumpidas por Richard, el exmarido de Molly. Dudó en volver a pasear en domingo, le gustaba la soledad de sus caminatas del resto de la semana, raramente se encontraba con alguien. Cuando llegó al pinar un grupo de jóvenes salían de allí vociferando, con las camisetas en la mano y el aspecto de haber estado corriendo una buena juerga durante la noche entre pinos y eucaliptos; se oían voces al fondo del bosque y prefirió darse la vuelta, siempre tenía reparo en encontrarse con la gente joven del pueblo.


Cuando abrió de nuevo la cancela, Molly y Richard habían dejado de echarse en cara cada uno la vida del otro y habían pasado a discutir sobre la conveniencia del tipo de educación que Molly estaba dando al hijo de ambos. Los perros salieron a su encuentro y a punto estuvieron de tirarle los auriculares al suelo. Revisó el veneno de las ratas comprobando feliz que se habían zampado todo, abrió la puertecilla del programador y puso en funcionamiento los aspersores para comprobar si continuaban funcionando correctamente.





Consideró lo cercanos que estaban los personajes de Lessing, incorporaban características que se daban en la mayoría de las personas que conocía. El hombre (o la mujer) ocupado, para el que el trabajo, el dinero es fundamental y que añora, aunque no lo reconozca o no sea consciente de ello, la libertad de tener tiempo para él mismo, o la valentía para salir de lo manido, de lo aceptado y hacer aquello que puede ser considerado por la mayoría locura, excentricidad, pecado. La mujer (o el hombre) que vive aún los restos de una ideología que ya no existe, que también se cierra a lo nuevo, al cambio aunque lo haga desde una ¿supuesta? libertad y progresía.


Se metió en la piscina y nadó durante unos quince minutos. Después entró en casa y se sentó al piano. Molly y Anna no volverían hasta la mañana siguiente, pero no por ello se sentiría sola. Compartiría sus horas con Bach, Oblómov, Naomí Klein, Cassavetes...Recordó que el profesor, personaje interpretado maravillosamente por Burt Lancaster en Confidencias le decía la otra noche, en relación a las ventajas de las soledad, que cuando uno estaba con los hombres tenía que ocuparse de ellos mientras que cuando estaba solo podía ocuparse de sus obras. ¿Compartía realmente estas palabras? Después de comer, sentada frente al ordenador y mientras sus primeras horas de la mañana iban plasmándose en la pantalla sintió que una parte de su cuerpo se despertaba de nuevo y le decía: Cuidado, yo siento a veces vacío, a mí no me sirve Visconti ni Lessing ni siquiera Bach; y ella dejaba de escribir y dudaba. Y lentamente afloraba bien la melancolía bien una sensación de que su vida era un tanto cómoda y estéril.