20 de agosto de 2007

Niños y adolescentes





Bangla Desh


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Mzuzu, 15 de agosto
Pues sí. Una pila de años, más de medio mundo recorrido de acá p´allá siempre con el macuto a cuestas y plaf! una mano ágil perteneciente a un artista del robo me dejó en un pispás sin ropa, sin música, sin cepillo de dientes, sin pastillas para el colesterol, sin biblialonelyplanet, sin.... y lo que es peor sin líquido para limpiar las lentillas; imposible encontrarlo aquí; como en Huaraz hace años vuelvo a ser la gafotas.


Turquia
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Duro viaje este desde Blantyre a Mzuzu. Lo de siempre pero aumentado. Espera desde las cinco hasta las ocho y media, intriga de si viajaríamos o tendríamos que volver al hotel, asalto salvaje al autobús y, entremedias, mi macuto naranja con todas sus posesiones voló. Una fracción de segundo: el autobús llega, Alberto sale corriendo a asegurarse de que es el nuestro, yo me levanto, miro hacia él y cuando giro la cabeza el macuto no está. Pero no es esto lo que hace duro el viaje, al fin y al cabo el que se llevó mis cosas tenía más necesidad de ellas que yo (aunque seguro que no llevaba lentillas).



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Duro viaje. En la estación y durante el trayecto -cerca de veinticuatro horas entre la espera y los seiscientos y pico kilómetros de recorrido- estamos rodeados de madres adolescentes que cargan con sus niños a la espalda, muchas llevan alguno más agarrado a su falda; ellos, los padres, lo mismo, en España podrían ser confundidos con cualquier estudiante de secundaria. Van descalzos, sucios, el pelo color ceniza pegado al cuero cabelludo, roña en los brazos y los tobillos, la ropa ajada, los mocos colgando. Hay niños por todas partes. Se me humedecen los ojos como me sucedió hace dos años en Malí cuando desde la ventanilla del autobús vi a aquel chavalín de pocos años guiando a un hombre ciego; el rostro de adulto en aquel cuerpo tan pequeño debió de ser la gota que colmó mi ánimo aquel día, no era una escena nueva, había visto esos rostros a lo largo de todo el viaje. Tampoco lo que veo hoy es nuevo, pero esa sonrisa que me dirige esta adolescente de ojos enormes me revuelve por dentro. África profunda. El África que sólo se puede conocer oliendo, tocando, viviendo con ella horas de espera y de viaje. Nunca el Papa viajará así. No es lo propio de su estatus de jefe de la Iglesia. Pero no es la católica la única Iglesia que desvaría, en la puerta del albergue donde dormimos, en Mzuzu, regido por presbiterianos, hay un enorme cartel que defiende la abstención y la fidelidad matrimonial como el medio de evitar el sida. Y todo seguirá igual, las niñas que viajan en el autobús, dentro de unos poquitos años llevarán otros niños, sacarán de un plástico algo de nsyma para comer... me repito, lo sé, es lo mismo que escribía hace unos cuantos años en Guatemala y hace dos en Malí. Niños y niños pululando por las calles del África subsahariana, de Centroamérica, del sur de Asia...

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La gente entra y sale como si se tratara de un puesto de bananas o de un bazar de esos en los que puedes encontrar casi cualquier cosa que busques, y entra y sale sin preguntarse por estas cosas extrañas que suceden como que en su ciudad existan edificios como estos, o que un señor de blanco que vive tan lejos tan lejos les diga cuántos hijos deben tener.

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Pero ya se sabe que una cosa es el raciocinio, la inteligencia que, mejor o peor, me permite pensar, escribir, opinar, cargar las tintas despotricando contra Papas, Iglesias y bancos y otra ese cerebro límbico que hace que mis emociones superen mis razonamientos, y así, horas después de haber llegado a Mzuzu, cogido un minibús, viajado apretadita entre una jovencita con su bebé en brazos y la puerta corredera -para más inri corredera, que cada vez que el cobrador la abría tenía que hacer equilibrios para no caer fuera- y haber llegado a Nkhata Bay me olvido de todos los males que asolan este continente y me miro a mí misma más de la cuenta, como decía mi abuela, no hay que escucharse tanto, y me siento disminuida y algo apagada, porque en el macuto naranja que voló estaba el líquido con el que limpiar las lentillas, y ahora tengo que usar las gafas con las que no veo bien y me siente fea, viejita, insegura, poca cosa y ya no recuerdo a la adolescente de grandes ojos ni al niño que se agarraba a su falda. Vergüenza.


Turquia

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