29 de agosto de 2007

Narrow Street

Zanzibar, 29 de agosto




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Passion, bonito nombre el del zumo con que comenzamos hoy nuestra comida. El dueño del restaurante insistió en que lo tomáramos; después nos enseñó el fruto, rugoso, de un color parecido a la granada. Estaba muy rico. El hombre, un árabe entrado en años, explicaba con ademanes llenos de expresividad la riqueza en fruta de la isla y la inercia del gobierno que según él no la aprovechaba para la exportación. La pasión que ponía en sus palabras cuando cogió con determinación el menú y explicó las delicias de un plato de pescado nos libró de tener que pensar qué comeríamos, él decidió por nosotros con simpatía y profesionalidad.

Mientras, en el ciber de al lado la encargada se recostaba lánguidamente sobre el respaldo de una silla tecleando con desgana en el tablero del ordenador, apenas se la oía cuando hablaba.






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Todas las tardes, justo antes de la llamada del muacín a la oración, pasan por debajo de nuestra ventana un numeroso grupo de hombres corriendo y gritando, llevan una bandera y, algunos de ellos, escritos del tamaño de un folio a modo de pancarta. Son todos hombres y jóvenes; poco después se oye una sirena. El hecho me tiene algo intrigada, no sé si el tema de sus voces es religioso, político o tiene que ver con el fútbol. Sea cual sea hay pasión en ello, la pasión que no se vive individualmente, que agrupa, arrastra haciéndonos masa.
Las mujeres que sirven el desayuno en el hotel, arrastran las palabras y las chanclas, se mueven con lentitud bajo túnicas y velos. La desgana y la falta de iniciativa aparecen con mucha frecuencia en las mujeres musulmanas.
Esta mañana nos cruzamos con una niña de unos ocho años cubierta por completo con un chador negro, sólo la carita y las manos eran visibles. ¿Cómo se verá el mundo cubierta desde pequeña de la cabeza a los pies? Y ¿cómo verá su cuerpo? Conozco mi cuerpo desde que era pequeña, le he visto crecer, acoger a mis hijos dentro de él, engordar, adelgazar, conozco el lugar exacto de las cicatrices y voy aceptando unas veces con cariño, otras con orgullo, en ocasiones con resignación el aspecto que le van aportando los años; pero no sólo es eso, es que también le he vestido y, dentro de mi no muy desarrollada coquetería, le he adornado, me he preocupado de mi apariencia para gustar, para respetar, para sentirme a gusto con él. ¿Se podrá disfrutar de un cuerpo que hay que esconder? ¿Se podrá sentir con pasión el tacto de otro cuerpo en cuyo acercamiento no se ha participado?

Hace años, en Turquía me molestaba enormemente la visión de las mujeres envueltas en el chador o el tener que sentarme donde me ordenaran para no estar a lado de ningún hombre. Tiempo después lo miraba con respeto (por supuesto no hablo del uso del burka ni de la situación de las mujeres que vi en el norte de Pakistán, algo inadmisible para mí desde el principio) e incluso, para compensar de alguna manera el radicalismo de muchos de mis alumnos, cargaba algo las tintas en la defensa de la diversidad de estas demostraciones religiosas o culturales. Ahora vuelven a producirme rechazo.

Si ya es difícil para mí distinguir con claridad, qué pensamientos son realmente míos, qué decisiones tomo con libertad, qué me interesa realmente a mí, me pregunto cómo una mujer recluida en su casa y su trabajo, dependiente de su marido, su padre o su hermano, que no es mínimamente dueña de su cuerpo y de su vida puede saberlo y obrar en consecuencia.





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Desconfío de las manifestaciones en masa en las que el individuo deja de ser él mismo, pero más me sucede cuando ese individuo se agrega a la masa sin pasión, sumisamente. Sí, hay mujeres que dicen decidir por ellas mismas su situación respecto al hombre, su manera de hacerse respetar ante ellos, pero las formas de dominación pueden ser tremendamente sutiles. Y cada vez creo menos en una libertad, supuesta libertad, que funciona contra natura.
La imagen de hoy es esa niña vestida con el chador con la que me crucé esta mañana.




27 de agosto de 2007

Giraluna




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Zanzibar, 27 de agosto
Cuando salí de casa en julio camino de África mi macuto estaba lleno de música; no es una imagen; aunque también ¿por qué no?

Hoy mi música se reduce a unos cuantas canciones de Aute y Sabina, los temas principales de Casablanca y Gilda que tienen tanto significado para mí, María Callas, Mayte Martín con Tete Montoliú y poco más. Un virus tanzano se encaprichó de Iberia, algo totalmente comprensible. Un cuarteto de Beethoven, una antología de flamenco, algo de Bartok... se sacrificaron en aras de la seguridad de unas cuantas carpetas de fotografías, y el artista del robo que corrió con mi macuto en la oscuridad de Blantyre se llevó como premio dos DVDs llenitos de notas de piano, tambores africanos, orquestas, voces bien templadas como la de Teresa Berganza, dulces como la de Kiri Te Kanawa, humildes boleros y todo un repertorio de música clásica del siglo XX que yo pensaba escuchar mientras leía La música y lo inefable de Vladimir Jankelevitch, libro que también voló esa noche en Blantyre.

“Escogió la música para adecuarse a su estado” dice Doris Lessing en su novela De nuevo, el amor. Muchas veces he depositado mi tristeza, mis recuerdos, mi ternura en la música. Y así, se ha comportado conmigo como ese amigo que permanece a nuestro lado y nos acompaña en silencio; sí, en silencio porque sus notas, la letra que en ocasiones la acompaña sólo suenan dentro de mí.

También la alegría, y entonces mi voz y la suya suenan al unísono y se oyen por toda la casa.

La música me comprende o, cuando menos me ofrece un descanso, es una buena amiga.

También es cierto que a veces la utilizo en exceso y se convierte en un blando colchón donde me puedo sentir tan calentita y acogida como para no salir al exterior y terminar embelesándome con mi tristeza o mi nostalgia.



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Mi intención cuando compré La música y lo inefable era acercarme más a la música clásica a partir de los años treinta, cuarenta del pasado siglo buscando una amistad más amplia, no sólo para compartir sentimientos sino también para dialogar y para ver juntas el paisaje, los colores, este mundo nuestro. El artista de Blantyre me ha obligado a posponer el encuentro y ahora sólo converso con Aute y Sabina, maduritos enamoradizos como yo; y de esta manera prefiero, con toda seguridad, el abismo antes que más de lo mismo, sueño giralunas, recuerdo los tres mosqueteros, la mesa camilla que había en la casa de mis padres, el portal donde un enamorado de diez años me declaró su amor; reconozco mis cada vez mayores dudas y mis contradicciones: ni sí ni no, ni lucha de contrarios, esto es como es... y puede que por ello necesite con frecuencia un abrazo que me ayude a mantener la ilusión, sentir lo hermoso de buscar, encontrar y abrazar un cuerpo y, porque siento nostalgia de lo que no viví en un pasado excesivamente protegido, recorrer con Sabina calles, bares, carreteras...


Y según escribo esto me doy cuenta de que vuelvo a casa dentro de muy poquitos días con mi macuto de nuevo lleno de música, de tierna nostalgia por lo que dejo, de ilusión por lo que hallaré.




25 de agosto de 2007

Paradojas


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Dar es Salaam, 24 de agosto





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Dar es Salaam, remanso de paz, en árabe. Tal vez. Yo me siento en paz en esta ciudad, me gusta, estoy tranquila, a gusto; puede que a finales del siglo XIX, cuando fue fundada por los árabes fuera un refugio de paz, un lugar quizás paradisíaco, ahora es una ciudad cosmopolita, mezcla de árabes, indios, chinos, negros; ruidosa, polvorienta; desde el amanecer las bocinas de los coches, los motores se unen a las voces del gentío, al canto del muecin. Paradojas. Por la noche se escucha la voz y la guitarra de un hombre sentado en el bordillo frente a la puerta de nuestro hotel.

Esta mañana, en el Museo Nacional había un numeroso grupo de chavales con sus profes. Mi cuerpo se emocionaba viéndoles; una atención admirable, escuchando, yendo de un lado para otro a tomar unas notas, comentar una fotografía, observar despacio los objetos de una vitrina; no había necesidad de llamarles al orden, deambulaban por las salas satisfaciendo su curiosidad. Las carreteras de Tanzania están llenas de estudiantes que regresan caminando hasta sus casas después de terminar su jornada en la escuela primaria o en la secundaria. Es una buena inversión que falta en otros países del continente; invertir en el futuro; se les ve tan interesados, tan formales a la vez que alegres, tan ávidos de conocimiento que a través de ellos se percibe una posibilidad de avance, de solución a los problemas del país. Siento pena por el ambiente en que se mueven mis alumnos, no por el que viven los estudiantes de Tanzania, casi diría que son afortunados al conocer el esfuerzo, las dificultades. Nuestros chicos, que habitan un primer mundo repleto de posibilidades tienen, sin embargo, complicado este aprendizaje de la vida, les ponemos todo tipo de obstáculos, les impedimos que aprendan lo fundamental con un exceso de cuidados, de protección y una carencia de límites y responsabilidades. Justo lo contrario que vive, por ejemplo, el adolescente que vendía plátanos entre los autobuses con el uniforme del colegio aún puesto.





--> Me gusta África. Hace dos años no soporté más de mes y medio viajando por Mauritania, Senegal y Malí; fue muy duro, quizás porque era la primera vez, puede que por las infames condiciones de la travesía por el río Níger hasta Tombuctú después de los tres días de carretera de Dakar a Bamako... No lo sé. Ahora seguiría viajando por este continente. Sospecho que aprendo, y mucho, de África.

Se me acaba el viaje. En una semana estaré en el aeropuerto de Johannesburgo camino de casa. Melancolía. Me quedaría aquí, en Dar, hasta que el cuerpo me pidiera movimiento y entonces volvería al ajetreo de los autobuses. Pero no puedo. Sin embargo, tengo también ganas de estar sola en casa, de volver al cine, de asistir a un concierto, de pasear por Madrid.





20 de agosto de 2007

Mi camiseta venezolana



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Nkhata Bay, 17 de agosto

Cuando viajo la relación con los objetos de uso diario es diferente a la que tengo en casa. Las tijeras, la bolsa de aseo violeta que me regalaron al comprar unas cremas en El Corte Inglés, la guía de África han estado pegadas a mí durante mes y medio, las he depositado con la confianza, la poca importancia que da la cercanía, casi sin fijarme en ellas, en estantes casi siempre de madera, a veces de piedra, en ocasiones limpios, en muchas otras polvorientos; han viajado tan apretaditas como yo, debajo del asiento, de pie en el pasillo, más lujosamente al principio, en Sudáfrica o Namibia cuando el macuto naranja tenía derecho a un departamento en exclusiva para el equipaje y se podía codear con maletas y bolsas de viaje y, más humildemente, atravesando Zambia o Mozambique cerquita de sacos y bultos de todo tipo y condición.

Mientras caminaba por Nkhata Bay intentando reponer lo perdido, cansada de no encontrar ropa, le dije a Alberto: para qué me voy a comprar una camiseta si tengo la de Canaima... mi cerebro la había salvado del incidente de días atrás, fueron unos segundos, me sorprendió la equivocación en un principio pero después caí en la cuenta de que aquello no me habría sucedido, por ejemplo, con los pendientes que compré en Sudáfrica, y es que la camiseta de Canaima ha viajado conmigo durante años, se ha tumbado en una hamaca mientras navegábamos por el Amazonas, ha subido, luchando a brazo partido, al Iron Train de Mauritania, disfrutó con Farruquito en La Unión, se escondió en el fondo del macuto para no pasar frío mientras caminábamos por la Cordillera Blanca, durmió en la cubierta del barco que recorría el Níger hacia Tombuctú, paseó por la parcela de El Chorrillo e incluso ha vivido entrañables momentos llenos de sentimiento o de pasión en mi casa, que era la suya.

Hoy, tumbada sobre una barra de madera en la cabaña en la que vivimos estos días hay una falda nueva, sobre la cama unas bragas de un rojo y naranja chillón con bordados excesivos, prendas que van sustituyendo lo perdido porque una tiene que vestirse, nada más, pero aún no encontré la que pueda ocupar el lugar de mi camiseta encontrada en Canaima.





Mi macuto naranja bajando del Iron Train





Mi camiseta venezolana de viaje por el Amazonas

Niños y adolescentes





Bangla Desh


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Mzuzu, 15 de agosto
Pues sí. Una pila de años, más de medio mundo recorrido de acá p´allá siempre con el macuto a cuestas y plaf! una mano ágil perteneciente a un artista del robo me dejó en un pispás sin ropa, sin música, sin cepillo de dientes, sin pastillas para el colesterol, sin biblialonelyplanet, sin.... y lo que es peor sin líquido para limpiar las lentillas; imposible encontrarlo aquí; como en Huaraz hace años vuelvo a ser la gafotas.


Turquia
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Duro viaje este desde Blantyre a Mzuzu. Lo de siempre pero aumentado. Espera desde las cinco hasta las ocho y media, intriga de si viajaríamos o tendríamos que volver al hotel, asalto salvaje al autobús y, entremedias, mi macuto naranja con todas sus posesiones voló. Una fracción de segundo: el autobús llega, Alberto sale corriendo a asegurarse de que es el nuestro, yo me levanto, miro hacia él y cuando giro la cabeza el macuto no está. Pero no es esto lo que hace duro el viaje, al fin y al cabo el que se llevó mis cosas tenía más necesidad de ellas que yo (aunque seguro que no llevaba lentillas).



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Duro viaje. En la estación y durante el trayecto -cerca de veinticuatro horas entre la espera y los seiscientos y pico kilómetros de recorrido- estamos rodeados de madres adolescentes que cargan con sus niños a la espalda, muchas llevan alguno más agarrado a su falda; ellos, los padres, lo mismo, en España podrían ser confundidos con cualquier estudiante de secundaria. Van descalzos, sucios, el pelo color ceniza pegado al cuero cabelludo, roña en los brazos y los tobillos, la ropa ajada, los mocos colgando. Hay niños por todas partes. Se me humedecen los ojos como me sucedió hace dos años en Malí cuando desde la ventanilla del autobús vi a aquel chavalín de pocos años guiando a un hombre ciego; el rostro de adulto en aquel cuerpo tan pequeño debió de ser la gota que colmó mi ánimo aquel día, no era una escena nueva, había visto esos rostros a lo largo de todo el viaje. Tampoco lo que veo hoy es nuevo, pero esa sonrisa que me dirige esta adolescente de ojos enormes me revuelve por dentro. África profunda. El África que sólo se puede conocer oliendo, tocando, viviendo con ella horas de espera y de viaje. Nunca el Papa viajará así. No es lo propio de su estatus de jefe de la Iglesia. Pero no es la católica la única Iglesia que desvaría, en la puerta del albergue donde dormimos, en Mzuzu, regido por presbiterianos, hay un enorme cartel que defiende la abstención y la fidelidad matrimonial como el medio de evitar el sida. Y todo seguirá igual, las niñas que viajan en el autobús, dentro de unos poquitos años llevarán otros niños, sacarán de un plástico algo de nsyma para comer... me repito, lo sé, es lo mismo que escribía hace unos cuantos años en Guatemala y hace dos en Malí. Niños y niños pululando por las calles del África subsahariana, de Centroamérica, del sur de Asia...

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La gente entra y sale como si se tratara de un puesto de bananas o de un bazar de esos en los que puedes encontrar casi cualquier cosa que busques, y entra y sale sin preguntarse por estas cosas extrañas que suceden como que en su ciudad existan edificios como estos, o que un señor de blanco que vive tan lejos tan lejos les diga cuántos hijos deben tener.

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Pero ya se sabe que una cosa es el raciocinio, la inteligencia que, mejor o peor, me permite pensar, escribir, opinar, cargar las tintas despotricando contra Papas, Iglesias y bancos y otra ese cerebro límbico que hace que mis emociones superen mis razonamientos, y así, horas después de haber llegado a Mzuzu, cogido un minibús, viajado apretadita entre una jovencita con su bebé en brazos y la puerta corredera -para más inri corredera, que cada vez que el cobrador la abría tenía que hacer equilibrios para no caer fuera- y haber llegado a Nkhata Bay me olvido de todos los males que asolan este continente y me miro a mí misma más de la cuenta, como decía mi abuela, no hay que escucharse tanto, y me siento disminuida y algo apagada, porque en el macuto naranja que voló estaba el líquido con el que limpiar las lentillas, y ahora tengo que usar las gafas con las que no veo bien y me siente fea, viejita, insegura, poca cosa y ya no recuerdo a la adolescente de grandes ojos ni al niño que se agarraba a su falda. Vergüenza.


Turquia

10 de agosto de 2007

Vida cotidiana




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Blantyre, 10 de agosto
Hace frío. Por el suelo de tierra de la estación de autobuses de Harare corretea un niño, tendrá dos o tres años, va descalzo, harapiento y sucio; un joven le coge en brazos, le abraza, le limpia los mocos, luego lo deja, una muchacha le sonríe y finalmente otro hombre se lo lleva de la mano fuera de la estación. Es media mañana, la miseria, el tercermundismo que no veía estos días en las calles y carreteras de Zimbabwe existe aquí. A las cuatro y media de la mañana, cuando llegamos para estar de los primeros a la hora de subir al autobús que nos llevará a Malawi, una larga fila de personas aún tumbadas bajo sus mantas hacen cola para el autobús de Zambia. A las seis y media abren la taquilla, la gente se abalanza; no hay nada que hacer, el autobús está completo, esta vez son demasiados kilómetros para admitir pasajeros en el pasillo. Esperamos un nuevo autobús hasta las doce, mientras, observo, miro y me dejo llevar por el tiempo; estoy tan cansada que no soy capaz de leer. El ambiente me recuerda a Malí. El suelo no tiene un centímetro libre de basura, los urinarios están encharcados, sucios; entro y meo en frente de una joven que me mira compartiendo el quélevamosahacer, otra asoma la cabeza por detrás de la pared que separa los compartimentos y me observa como a un animal nunca visto.

Paciencia africana; nadie protesta, nadie se enfada, el sentido del humor, la alegría, las risas que veía en la gente estos días no han desaparecido a pesar del ambiente de miseria que invade la estación. África. El África que hace dos años nos hizo volver antes de tiempo por puro cansancio físico y psicológico. Y ya no sé qué pensar acerca de lo que ayer escribía sobre la visión que de África tienen los expertos, los estudiosos del tema. Y me pregunto qué hago aquí, hasta qué punto es lícito permanecer sentada en esta piedra, entre la pobreza de estas personas, compartiendo los plátanos como único desayuno, el suelo pringoso, el frío, el viento que levanta polvo sucio, papeles, trozos de plástico; tengo un trozo de chocolate en el macuto y me lo como casi a escondidas; no comparto, es mentira, viajo, juego, dentro de unos días volveré a Madrid al trozo de vida que me tocó en suerte. Sin embargo ¿por qué no? el día de hoy forma parte de mi vida, es tan mío como cualquier otro, estoy hecha de todos ellos. Y me pregunto, satisfecha de mis contradicciones, qué hago aquí, por qué no cojo un avión a Blantyre y me ahorro setecientos kilómetros de baches, una noche de maldormir, la adaptación del estómago a no comer apenas durante el día...

Son las doce, salimos de Harare. Me siento bien, el cansancio físico continúa pero el del alma ha desaparecido, vuelvo a pertenecer a esta humanidad que soporta con paciencia africana los inconvenientes del viaje en un autobús que no puede con las cuestas, me turno con otras viajeras en colocar la tapa que da al motor, en el pasillo, y que se desliza de vez en cuando fuera de su sitio, y nos acompañamos mutuamente en una hondonada a lado de la carretera o en un arenal junto a los cerdos mientras meamos y los hombres, respetuosos, esperan frente al autobús a que volvamos para pasear por la carretera hasta que el conductor haga sonar la bocina.



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Llegamos a Malawi. Nada más poner el pie en la frontera, cuando nos acercamos a la cola para pasar la aduana, me entero de que en primavera seré abuela. En Mesón de Paredes, cuando vaya a dormir después de alguno de mis paseos por Madrid, seremos cuatro. Me van a convertir en una abuelita viajera; me gusta la idea; tal vez me de tiempo a compartir algún viaje con mi nieto (¡o nieta!).

Los niños que viajan en el autobús están contentos, es de día, pueden corretear libremente; algunos, un poquito más mayores, forman parte de la cola y llevan en la mano, orgullosos como hombrecitos, su papel con los datos y su fotografía para entregarlo ellos mismos al señor aduanero; notan, saben que llegan a casa o que, al menos el viaje termina.





7 de agosto de 2007

Olor a humanidad

Harare, 7 de agosto


Victoria Falls



Great Zimbabwe


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Nos quedamos sin ordenador. La pantalla se rompió al subir al autobús que hace el trayecto de Bulawayo a Masvingo. Eran las tres de la mañana. Fuimos con una hora de antelación con el fin de conseguir asiento. Cuando llegamos a la estación el autobús estaba casi al completo, sólo algunos huecos en el pasillo. La gente se amontonaba en la puerta intentando subir. Nos metemos entre ellos; es una masa humana con una fuerza tremenda; defendiéndome con los codos consigo agarrarme al borde de la puerta. Veo a Alberto haciendo otro tanto e intentando no perderme de vista. Tanteo con el pie para buscar el peldaño y en ese momento oigo llorar a un niño, no le había visto, está delante de mí, separo un poco los brazos para que pueda subir y parece que nos hubieran desatrancado igual que se desatranca una bañera; incluso creo oír un plof como si algo de aire saliera de esa pelota humana que formamos. Momento este que es aprovechado para que dos niños más se cuelen entre mis brazos empujados por un par de manos. Consigo subir, el macuto se engancha, me lo quito y lo arrastro dentro del autobús, no sé si mi falda, que me llega a los tobillos, está entera... Alguien dirá: y cómo se le ocurre llevar una falda larga en esas circunstancias. Pues muy sencillo. Estos autobuses además de no tener horario y salir cuando ya no cabe un alma en ellos, no paran en todo el recorrido más que para cambiar de viajeros, y no sabes si tu cuerpo se va a portar de manera responsable aguantando seis, ocho, nueve horas sin cumplir con sus necesidades más primarias, y sucede que los pantalones no son nada discretos. Recuerdo los charquitos que había en el autobús que tomamos en Victoria Falls cuando llegamos a Bulawayo, final de trayecto.



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Hoy, camino de Harare voy sentada, tuvimos suerte, quedaban dos asientos cuando subimos al autobús. Huele a humanidad, pero no me resulta desagradable. Me gusta sentirme parte de esta masa humana. Me encuentro muy a gusto en este país. Sólo un dos por ciento de la población son blancos o asiáticos, el resto son negros. Negros guapos, alegres, con un bien desarrollado sentido del humor, amigables, espontáneos. Viajar por Zimbabwe es viajar inmersa en la vida cotidiana, en este agradable olor a humanidad, apretaditos unos junto a otros como buenos amigos de toda la vida. Y de eso se trata, de viajar inmersa en la vida cotidiana. Volverte loca para poder comer porque en este país las tiendas apenas tienen nada y la mayoría de los restaurantes están cerrados; un país donde el valor del dinero es diferente cada día y en el que el euro que cambias en la calle por 180000 dólares de Zimbabwe te lo compran en los bancos por 340. Me faltan datos para llegar a una conclusión clara sobre esta forma de dirigir la economía por parte del gobierno pero no veo miseria en la calle ni en las carreteras, tampoco grandes diferencias en la ropa, los coches... Podría ser que el gobierno quisiera sacar adelante el país mediante un gran apretón de cinturones. La renta per capita del año pasado estaba entorno a los 500 dólares, las estimaciones para el 2007 están en torno a los 1500. Acopio de divisas, los bancos no venden, sólo compran, precios muy bajos en el transporte, la comida... Lo innecesario es otra cosa. Ayer una tableta de chocolate me costó lo mismo que un billete para un trayecto de 200 kilómetros. Recuerdo lo que leí sobre Jerry Rawlings, que tomó el poder en Ghana en 1979 y devaluó la moneda progresivamente consiguiendo, eso sí, a costa de una generación que sufrió el desempleo y el recorte de los servicios sanitarios y educativos, sacar la economía del país adelante y llevarlo a una democracia en cuyas primeras elecciones, en 1992, resultó vencedor.

Los parámetros de occidente no parecen servir mucho para entender los problemas de África y buscar soluciones. Los esquemas políticos no se pueden aplicar así sin más como solemos hacer en occidente; este continente es distinto. Desde esa supuesta posesión de la verdad respecto al funcionamiento del mundo no tenemos en cuenta la idiosincrasia, las creencias, la psicología de los africanos; y tampoco la historia más allá de la de la colonización a la que se acude siempre como causa histórica de los problemas africanos. El libro África camina, de Patrick Chabal y Jean Pascal Daloz, que empiezo a leer ahora analiza la situación del continente desde una perspectiva diferente de la habitual, acudiendo a esas cualidades e historia propias y distintas de África, en concreto del África subsahariana, otra cosa sería la referencia a los países que han tenido una mayor influencia árabe en su historia y en la actualidad.
Y ahora, camino de Harare, recuerdo a los turistas de Victoria Falls y pienso que está bien, es bonito ver las cataratas, los parques naturales, los museos, el desierto... pero a mí me faltaría esta vida cotidiana que huelo, veo, toco y escucho en los autobuses, en los restaurantes y en las calles de Zimbabwe.




Great Zimbabwe

Zambia a través de una ventana

Bulawayo, 2 de agosto



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Acacias africanas, arbustos, manojos de hierbas amarillas que me recuerdan levemente la paja brava de la puna boliviana pero sin su brillo ni su color dorado y resplandeciente, sequedad en el norte del desierto de Kalahari en contraste con el toque de alegría y luminosidad que dan los colores de las largas y estrechas faldas de las mujeres zambianas, como sucede en casi todo el mundo, salvo en los países en los que el fundamentalismo islámico elimina la alegría que traen a las calles el color y la música, y en occidente donde la disciplina de la moda resta personalidad al atuendo. Pequeños poblados de viviendas circulares techadas de paja como aquellas que de pequeña veía en las escasas ilustraciones de la enciclopedia y que me daban la imagen de un continente en el que todas las casas eran así y todos los negros, excepto los pigmeos y los bantúes, que daban más miedo, eran, como en las huchas del Domund, niños de cabezas redondas y de pelo rizado y corto. Algunas sillas de plástico afean el conjunto, cosa que poco les importará a sus habitantes que están a lo suyo, lejos de esa visión occidental en la que lo típico y lo tradicional parece que debe estar esperándonos allá donde quiera que viajemos. De vez en cuando futuras viviendas muestran el esqueleto de troncos formando la base de la techumbre y de las paredes que luego se rellenarán con arcilla. El paisaje es bonito pero se repite a lo largo de unos trescientos kilómetros, entre la frontera con Namibia y la de Zimbawe.

Al otro lado de la ventana también está la gente que va dejando el autobús. Junto a la frontera con Angola son muchos los viajeros que bajan cargados con bolsas, sacos de naranjas comprados durante el trayecto y mantas que han utilizado en la noche. ¿Tendrá su cuerpo una temperatura diferente de la nuestra? Pasé parte de la noche en manga corta y sólo poco antes de amanecer tuve que ponerme el jersey. Las sacan arrebujadas y las van doblando mientras esperan el resto del equipaje, son los buenos días de mujeres, hombres y niños (en orden por su número, muchas más mujeres que hombres en los autobuses de Zambia y Zimbawe) que bostezan enfundados en anoraks y con la cabeza cubierta por gorros o, en el caso de ellas, pañuelos que dejan asomar cabelleras hirsutas y despeinadas. Algunas cargan con los bebés a la espalda sujetándolos alrededor del anorak con una toalla, algo más práctico que la tela que suelen utilizar en otras circunstancias. Los niños más mayorcitos miran tranquilos y con curiosidad a su alrededor esperando pacientemente, con la misma austeridad que muestran soportando horas y horas de viaje sin que se les oiga una sola queja. En el suelo maletas, cajas, cestas, palanganas y otros objetos diversos que sorteamos al acercarnos al supermercado junto al que se ha detenido el autobús para comprar el desayuno y buscar un baño. No hay tal, pero comprensivos con una pareja occidental no acostumbrada a aguantar sus necesidades fisiológicas más primarias durante tantas horas nos llevan a través de largos corredores (al menos a mí si me parecen largos no sé si por el apremio o por el desconocimiento del lugar) hasta unos servicios sucios y llenos de restos de embalajes y productos que contrastan con la apariencia ordenada, limpia y casi lujosa para el lugar en el que estamos, de la parte expuesta al público.

Fuera, la prohibición de beber alcohol en el recinto (aunque sea al exterior) que hemos visto por todas partes a lo largo del viaje. Un hombre negro negrísimo vestido sólo con una especie de mandil, los pocos dientes carcomidos por las caries, los pies enfundados en unas bolsas de plástico barre el suelo de la calle.

Zambia fue uno de los países africanos que pasó con tranquilidad de un régimen dictatorial a una democracia, pero las medidas de austeridad que se tomaron, tal vez necesarias, decepcionaron a gran parte de la población. Por otra parte la existencia de un sistema democrático no soluciona los problemas de corrupción, los apoyos políticos se pagan. El aduanero se embolsa unos cuantos euros a costa nuestra, dice no saber cuál es el cambio del euro, el autobús con el resto de los pasajeros –somos los únicos occidentales- lleva tiempo esperando, no merece la pena discutir más; es muy posible que la organización seria de Sudáfrica y Namibia desaparezcan a partir de aquí.

El autobús continúa camino, nada nuevo a través de la ventana hasta llegar a Zimbawe, Victoria Falls, cambio de paisaje y de ambiente; pero esto queda para otro día.


Swakopmund, Namibia