19 de mayo de 2007

Mi amigo Hyde

Calcuta

“El tiempo lo dirá”. “El tiempo lo arregla todo”. No exactamente. Hace años en la Laguna Negra, un hermoso lugar de los Andes venezolanos escribí un texto que titulé Yo soy el tiempo que pasa, robando elprimer verso de un poema de Jaime Sabines. Y sigo sintiendo lo mismo. Somos nosotros los que decimos, los que arreglamos, el desacierto radica en que en muchas ocasiones no nos escuchamos. Y es que el cuerpo, el nuestro, ese desdoblamiento que percibo yo tantas veces en mí misma y que me lleva a conversar conmigo o a acompañarme en silencio sabe más que lo que está fuera de nosotros.


Es nuestro otro yo, nuestro amigo, el que nos cura con cariño y también con crudeza las heridas, el que piensa por nosotros y nos lleva a aceptar activamente, que no con resignación, aquello que nos desagrada o nos hace sufrir. También es él quien nos descubre lo bello de nuestra vida. ¿Qué imágenes se nos aparecen cuando recordamos lo que hemos vivido? Sólo con verlas sabríamos dónde está lo que ha sido y es fundamental para nosotros. Pero casi siempre le tapamos la boca. Hyde nos lleva por el camino del instinto y Jekyll por el de la razón. Mucas veces nos han dicho que Jekyll es el bueno y Hyde el malo. Los dos existen, puede que sea absurdo preguntarse cuál es mejor, uno no existiría sin el otro, necesitan enfrentarse para vivir, pero a mí me cae mejor Mr Hyde. Es el que más me hace sentirme viva, Jekyll me reprime y no me gusta la represión, así que intento escuchar a mi amigo Hyde, el proscrito, el mal visto, ese al que hay que educar desde una supuesta convivencia y unas impuestas normas; ese que el papá Estado cuida de que no sobresalga, de que esté bien tapadito para bien nuestro y de la sociedad.


Nos dan una vida cuando nacemos y rápidamente nos la organizan, y es tan cómodo que no sólo lo acabamos aceptando sino que lo transmitimos a hijos, alumnos... ¡pero si es al revés! ­−me dice Hyde− permite que surjan los conflictos, solivianta, muestra la posibilidad de rebeldía, de elección personal, de independencia.


Dentro de unos días mis compañeros ofrecerán una comida y un regalo a la directora de mi instituto que despues de varios años deja el cargo. Es una persona a la que aprecio, creo que ha hecho un buen trabajo durante estos años aunque no comparta todas sus decisiones. Pero no voy a ir. No van conmigo las comidas etiquetadas ni los regalos caros. Si yo estuviera en su lugar hubiera preferido unas cuantas cervezas (muchas) con otras tantas raciones (también muchas, soy una buena gourmand, que no gourmet) en un sitio agradable, y un recuerdo entrañable, algo que me recordara mis días compartidos con mis compañeros... Es sólo un ejemplo, tal vez puesto aquí porque necesito decírselo en voz alta a mi Jekyll que me aconseja que vaya.

Laguna Negra, Andes venezolanos

Entonces, en Venezuela, reflexionaba:

“Mi vida como medio para llegar ¿a?, para conseguir ¿qué? No hay nada fuera de mi vida, por tanto no tengo que llegar a ningún sitio ni conseguir nada fuera de ella.

Mirar mi vida. Mirar mi cuerpo, sentirlo, quererlo, disfrutarlo a solas, con otros, con la naturaleza, con el fragor de la ciudad. Mis seres cercanos, cuidarlos, mimarlos. Mi inteligencia. Mi creatividad, poca o mucha, la mía. Mis sentidos.

Oigo el agua rompiéndose contra las rocas desde lo alto, desde la Laguna de los Patos. Siento la brisa sobre mis piernas desnudas, el cosquilleo de una mosca que se posa una y otra vez sobre ellas. Miro el frailejón que he dibujado. Siento la luz del sol, que me obliga a ponerme las gafas. El agua que baja de la montaña ha penetrado en la tierra, huele a mojado. Mis pies se hunden en la hierba y sienten el suelo mullido y empapado. Estoy feliz.”

6 de mayo de 2007

Melancolía

Para Julio, gracias por tu último post

La habitación tiene el suelo de madera, un escalón la separa del pasillo. Al fondo, un balcón da a un tejado que en invierno se cubre de nieve. Sobre una mesa camilla se extienden en una fila ordenada meticulosamente vasos y frascos de cristal, delante de ellos un tablero con manchas de pintura, pinceles y a la izquierda de la mesa, sobre una estantería con libros, una radio; cerca de la puerta un sillón y una mesita con unas galletas y un tarro de mermelada. La luz es pobre, la propia de esos años. Un hombre delgado, serio, con profundas ojeras, pinta flores, personajes felices salidos de épocas y ambientes lejanos, algún castillo, alguna iglesia. En el sillón una mujer sonriente y casi siempre feliz teje. Ambos escuchan a una niña de ocho años que lee en voz alta Las aventuras de Tom Sawyer. Un chiquitín arrastra una pequeña manta azul persiguiendo ora a su madre, ora a su hermana con un categórico: yúyame, ¡bropa es!

El niño irrumpe en los juegos que su hermana, sentada en el escalón de madera, inventa con sus recortables, o pregunta hambriento como siempre, ¿qué hay de puré? O intenta descubrir el mundo que debe de existir más allá de la nieve del tejadillo; curiosidad culpable de que un día su cabecita quede aprisionada entre los barrotes del balcón con el consiguiente susto para todos.

Es uno de mis primeros recuerdos, un recuerdo nebuloso de un pequeño recinto, una tenue luz y unos personajes de fisonomía imprecisa.


Poco a poco esos rostros se aclaran, adquieren rasgos más concretos, la luz es la de un día de verano. El niño dice adiós a sus padres desde el avión de un tiovivo, en los jardines de San Roque, mientras su hermana lee las aventuras de Celia y Cuchifritín.



Siete, ocho años más tarde la niña que leía a Mark Twain ya no observa a su hermano admirada o interrogante. El ensueño que rodeaba los primeros recuerdos no existe. Todo es habitual, simple. Otra casa. Un jardín descuidado −la alamedilla− desde el que, recorriendo una pequeña cuesta, se alcanza la calle del colegio; por allí apareció un buen día un perro vagabundo, Golfo, y se quedó para siempre. En los veranos el niño sube el talud con sus hermanos para ir andando hasta Las Arenas, la playa junto al río.


Muchos años después está sentado en el suelo, sobre la alfombra, recostado en la pared, comparte un porro con Paloma, en el casete suena Leonard Cohen; zambullida impulsiva en sensaciones, vivencias, aventuras propias de un tiempo en el que casi todo se tambaleaba. Dura, difícil época la de ese laberinto de pasiones con algún que otro sobresalto provocado por... por ejemplo, la publicación en el periódico de la lista de fichados en una manifestación por la amnistía.


Un buen día el niño cogió un barco y emigró a una isla, olvidó sus intentos de convertirse en arquitecto, su título de maestro y siguió buscando; esta vez rodeado de manzanos, cabras y algún que otro cerdo. Y la niña que leía sentada frente a la mesa camilla comió sus manzanas, fumó las hojas guardadas detrás de la puerta de la alacena y conoció estrecha y deliciosamente a su amigo Bernard.


El Chorrillo

2 de mayo de 2007

Poesía cotidiana

Lilium pyrenaicum, Aigües Tortes



Llevo cinco días sin salir de casa. Durante ese tiempo sólo he visto a una persona. Sin embargo percibo que la comunicación con el resto de los habitantes del planeta es tan amplia como si hubiera estado en sus ciudades, en sus casas, hubiera participado de sus conversaciones.



Sé que esto que escribo no es válido para cualquier momento, que también necesito ver, oír, tocar. Pero sí lo es en estos días. ¿Por qué? Pues porque a veces basta con la poesía para sentirse parte indisoluble del resto del mundo.

Puedo escuchar el canto del ruiseñor, ver el bosque, sentir su humedad y observar el baile de los insectos que escucha, ve, siente y observa mi amigo Julio, estoy junto a esos fragmentos de vidrio, junto a la sangre, me duele la violencia y me pregunto si ese coche que rompe con todo será el paso siguiente que cada segundo da la vida por su cuenta, sin pedirnos permiso y borrando parte de nuestras vivencias.



En Berlín, sinfonía de una gran ciudad y en Manhatta pasan más cosas que en cualquier película de aventuras; la gente desembarca en el muelle de Manhattan para ir a sus ocupaciones, cruza las calles del Berlín de los años 20 jugándose el tipo, un anciano recoge colillas del suelo, los habitantes de Manhattan y de Berlín se mueven por la ciudad de la misma forma que lo hacemos los ciudadanos de 2007 en cualquier ciudad del mundo; los obreros levantan rascacielos, al mediodía el movimiento disminuye en la calle (tengo que decir aquí, no me queda más remedio, que Berlin... es realmente una sinfonía y que la mejor forma de verla es sin acompañamiento de música, no la necesita, se escucha sin necesidad de oírla) y es el turno de los camareros y cocineros de los restaurantes de Berlín atendiendo al público mientras en Manhattan los obreros se sientan a comer sus bocadillos compartiendo unas botellas de vino, se levanta algo de viento y los papeles vuelan, los caminantes apresuran el paso y mientras en Manhattan anochece sobre la bahía de Hudson en Berlín son fuegos artificiales los que despiden nuestra aventura cotidiana.


También a miles de kilómetros he hojeado el libro de José Antonio Marina Ética para náufragos, he sentido un cierto temor en un vuelo baratito de Malasia a Singapur y he paseado por la Little India boquiabierta ante la mezcla de fanatismo y primitivismo de una manifestación religiosa.



Panamá City


Y sobre todo he vivido con Ka, un a veces entrañable, a veces incómodo personaje lleno de dudas, que no sabe lo que quiere y se contradice equivocándose (¿o tal vez no?) una y otra vez en sus decisiones políticas y personales lo que le lleva a convertir su vida en un desastre excepto, no podía ser menos tratándose de un poeta, en los momentos plenos de vida que va sintiendo a lo largo de la novela cada vez que una inspiración repentina − en ese momento corta con lo que le rodea e inmediatamente se aísla en cuaqluier sitio, una escalera, una mesa de un bar, un banco, una calle vacía− le obliga a escribir verso tras verso sin respiro el poema que “le viene” (expresión literal de Pamuk). Y como soy un poco Ka según leía la novela me enfadaba con él como si le tuviera delante; pero un poeta no es un hombre de realidades y por ello no me hacía el menor caso.



Y es que la poesía que entraña la vida cotidiana se muestra de múltiples formas. Y yo debo dar gracias a aquellos que, como Alberto (Primavera en el Pacífico), Julio (Llueve), Ruttman, Pamuk, Sheeler y Strand saben transmitirla y quieren compartirla.