25 de marzo de 2007

Recordando Auschwitz

Rudolf Höss, en sus memorias, refiriéndose a la época de su mando sobre Auschwitz, se arrepentía de una sola cosa: no haber dedicado más tiempo a su familia. Infinitos ejemplos a lo largo de la historia del mundo muestran lo dúctil que es nuestra mente para que las emociones, los sentimientos sean llevados de acá para allá según las necesidades o las locuras de los poderosos. También en el presente. Y tanto en la vida social y política como en la vida privada de las personas. La necesidad de formar parte de una masa, de ser considerado “normal”. La pescadilla se muerde la cola. El hombre robustece a la masa y la masa alimenta al hombre. El cuarto poder hace el resto.

Difícil, diría imposible solución. Ni siquiera redactando las noticias mediante una oración simple: sujeto, verbo, objeto directo e indirecto (tampoco el circunstancial) sin adjetivos, sin aposiciones nos libraríamos de la manipulación. Bastaría con contar unas cosas y no contar otras. ¿Crear un espíritu crítico desde niños? ¿No creernos nada antes de analizarlo? ¿Cuántos hechos nos daría tiempo a analizar? No, tampoco vale.

¿Qué queda? Quizá si educáramos los sentidos en el disfrute de la belleza, la imaginación, la creatividad nuestra vida sería tan interesante a nivel personal que no merecería la pena enzarzarse en aquello que se acepta, paradójicamente, como causa de tantos males: el desmedido deseo de poder, la ilimitada necesidad de posesión. Si en lugar de leer las declaraciones de los políticos, los artículos de los periodistas defensores de cualquier tipo de dominio: gobierno, partido, iglesia... leyéramos, se me ocurre como ejemplo, a Emerson, a Virginia Woolf, a Genet; si nos diéramos un paseo en lugar de ver los debates de la televisión (¿debates? mis terribles alumnos adolescentes tienen más orden y se chillan e insultan menos, cuando discuten un tema, que los doctos contertulios del medio), tal vez... quién sabe...

Si viajáramos con menos equipaje... Suavicemos esto.

Amanecer en el río Li, Guilin. China

Mi chico, que anda viajando por Filipinas, se deja la cartera olvidada en la habitación del hotel y le toca salir corriendo dejándome con el saborcillo del correo a la birlonga, así, como sin poder relamerme de gusto. Me recuerda otra ocasión en que tuve que salir corriendo a buscar los pasaportes olvidados en un hotel de Yangshou, junto al río Li. Allí alquilamos un barco para, al amanecer, disfrutar de uno de los paisajes más bonitos que conozco. Yangshou estaba lleno de turistas, echaba de menos mi comida china, mis chinos tan ruidosos, porque los chinos hablan muy alto, casi gritando y estén donde estén, aunque el lugar sea un vagón de tren con todos los pasajeros durmiendo; les encanta tocar las bocinas, aunque, también es cierto, no les queda mas remedio si quieren sortear bicis, motos, peatones, etc.; son risueños, se ríen por casi todo; son activos, no paran un momento; son habladores: en los autobuses, en la calle, en los pasillos de los hoteles y los trenes… Y son muchos. Pero en Yangshou eran más los turistas. Pena.

24 de marzo de 2007

Día de niebla, noche sin luna

Me despierto, miro a través de la ventana. Los árboles desnudos de la parcela surgen a través de la niebla, una niebla luminosa, suave y fría ¡Qué ganas de pasear!


El Chorrillo

Anoche volví a hurgar en todo esto que maneja nuestro cerebro límbico: emociones, pasiones, ansiedad, tristezas...

A veces escucho, leo, escribo dejándome llevar por los sonidos, por las palabras, sin fuerza, paseo a su lado, pero nada más, no dejo que me absorban. Lo mismo me sucede con las personas. Hay rostros que me atraen, que despiertan mi curiosidad; miradas en las que se percibe que la vida está ahí, agarrada con fuerza, esperando a que tú te aproximes y la puedas disfrutar; cuerpos que se mueven con alegría, a los que me gustaría acercarme. Y no me acerco.

Un zumo, leche con Colacao y galletas con mantequilla -para eso es sábado- y me voy. El campo es sólo mío, ni un alma; pasa una bandada de pájaros, la oigo, levanto la cabeza y los miro, en ese momento me siento más cerca de ellos que del mundo que se oculta al fondo, tras la cortina de niebla, en el horizonte donde termina el camino. Siempre siento estos caminos como míos, una prolongación de mi casa, pero hoy más porque no hay nadie y porque esta niebla cierra ante mí todo lo que me relaciona con el mundo. El paseo, el barro seco y resquebrajado bajo mis deportivos, los olivos que se adivinan un poco más lejos me ponen melancólica. Cojo aire, un poco de ese aire frío que tanto me gusta sentir en la cara por la mañana cuando voy a trabajar, respiro hondo y ¡ya está! ¡fuera! Ya puedo mirar hacia delante.

La casa está ya caliente, pongo las sonatas de Scarlatti, me siento delante del ordenador y comienzo a escribir una carta que aún no tiene destinatario, bueno, sí, sé que la voy a enviar a mis hijos, pero me gustaría que alguien más la leyera, alguna de esas personas que me transmiten fuerza y ganas de vivir con su mirada, su voz o sus palabras.

Hoy soy muy lenta escribiendo, pero no me importa, saboreo las palabras que voy dejando en la pantalla del ordenador, releo de vez en cuando.

Niebla en El Chorrillo

De nuevo aquí, después de la comida, con un café con hielo y una copa de Magno -para eso es sábado-. Leonard Cohen ha sustituido a Scarlatti. Leonard Cohen siempre me recuerda a mi hermano, sentado en el suelo en nuestra casa de Madrid, fumándose un porro, allá por los setenta y tantos. Yo empezaba a aprender a vivir (tal vez con un cierto retraso). Y lo hacía muy seriamente. Sí, pertenezco a una generación excesivamente seria, nos pasamos muchos años gritando amnistía, corriendo delante y, alguna vez, detrás de los grises, analizando puntillosamente todo lo que nos habían transmitido, rebelándonos dramáticamente contra nuestros padres, creyéndonos que teníamos la verdad en nuestras manos, que estábamos viviendo uno de los momentos fundamentales de la historia y que la vida era muy seria; hasta el planteamiento de formar parte de una comuna y la libertad de acostarnos con quien quisiéramos nos parecían cuestiones sesudas y transcendentes. Se nos olvidó aprender a reírnos de nosotros mismos, nos costó averiguar qué era eso de tener sentido del humor.

Parece que para estar cojonudamente hay que reír al menos treinta veces al día. Yo me lo creo. Y me río, pero treinta... no, creo que aún no llego.

La niebla ha desaparecido, el día ya no está tan bonito como cuando me desperté esta mañana, una luz mortecina precede al momento mágico de la noche. Sin luna. Tomémoslo con una sonrisa.